ISTITUTO
DEL VERBO INCARNATO
PROCURA
Via
Arnaldo di Colonia 9 (00126) – Acilia (RM) – ITALIA
Queridos
Padres, Hermanos y Seminaristas:
El
día 2 de febrero, fiesta de la Presentación del Señor en el templo, fue
instituido por San Juan Pablo II como el día en que toda la Iglesia da gracias
a Dios por la vida consagrada, puesto que reconoce en ella un “don precioso y
necesario para el presente y el futuro del Pueblo de Dios, porque pertenece íntimamente
a su vida, a su santidad y a su misión”[1]. Y
también ese día nosotros celebramos el “día del religioso del Verbo Encarnado”.
A
todos Ustedes –queridos Padres, Hermanos y Seminaristas– que en todas partes
viven con fidelidad su compromiso con Dios, reflejando el mismo modo de vivir
de Cristo[2]
con la propia vida, con las obras y con las palabras, quiero hacerles llegar en
este día, mi más afectuoso saludo.
Que
esta celebración se revista de particular alegría al “hacer estima de la vocación”
–como recomendaba San Alfonso a sus religiosos– “pues es el mayor beneficio que
Dios ha podido hacernos después del beneficio de la creación y redención”. Y así́
lo reconoce la misma Iglesia cuando dice: “Las personas de los consagrados son,
en efecto, uno de los bienes más preciados de la Iglesia”[3].
Nosotros,
que reconocemos en nuestra vocación un doble llamado: uno de Dios y otro de la
Iglesia, ya desde las primeras páginas de nuestras Constituciones confesamos,
“que, para gloria de la Trinidad Santísima, mayor manifestación del Verbo
Encarnado y honra de la Iglesia fundada por Cristo que ‘permanece en la Iglesia
Católica gobernada por el sucesor de Pedro y los Obispos en comunión con él’[4],
queremos dar el ‘testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni
ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas’[5]”[6].
Y
con esas palabras expresamos –entre otras cosas– que la vida consagrada no sólo
es parte integral de la Iglesia, ya que se halla en el “corazón mismo de la
Iglesia como elemento decisivo para su misión”[7],
sino que es en la Iglesia donde hallamos el medio propicio para entregamos “con
mayor perfección al servicio de Dios y de los hombres”[8] y así́
aspiramos confiados en la misericordia divina a alcanzar un día el reino de los
cielos. Y por eso decimos que “no queremos saber nada fuera de Ella”[9]9.
Pues, como decía el Padre Espiritual de nuestra pequeña Familia Religiosa, “sería
ir contra la naturaleza misma de la Iglesia y de la vida consagrada admitir un
paralelismo entre ambas”[10].
Convencidos
de que “la vida religiosa es cristocéntrica”[11]
decimos además que “queremos fundarnos en Jesucristo, que ha venido en carne[12],
y en sólo Cristo, y Cristo siempre, y Cristo en todo, y Cristo en todos, y
Cristo Todo, porque la roca es Cristo[13] y
nadie puede poner otro fundamento[14].
Queremos amar y servir, y hacer amar y hacer servir a Jesucristo: a su Cuerpo y
a su Espíritu. Tanto al Cuerpo físico de Cristo en la Eucaristía, cuanto al
Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia”[15].
De
tal modo que nuestro amor y servicio a Jesucristo se identifican con nuestro
amor y servicio a la Iglesia, ya que no son dos amores sino uno sólo. Por eso
me ha parecido oportuno que con ocasión de esta celebración reflexionemos sobre
la vida religiosa en relación a la vida, santidad y misión de la Iglesia, a la
que pertenece toda nuestra vida.
1. La vida
religiosa íntimamente unida a la Iglesia.
Todos
nosotros sabemos, profesamos y estamos convencidos que la Iglesia es
inseparable de Cristo.
En
el orden divino nunca hay una kenosis sin un pleroma. Por eso el Venerable
Siervo de Dios Monseñor Fulton Sheen expresaba esta realidad con su exquisita
pluma diciendo: “si la kenosis fue el vaciamiento de Cristo como Víctima, el
pleroma de Cristo es la Iglesia. […] La Iglesia sin Cristo sería como un cáliz vacío;
Cristo, sin la Iglesia sería como un rico vino que no se puede beber por falta
de cáliz. […] Como no hay Mesías sin Israel, ni nacimiento de Cristo sin la
Madre Virgen, ni hay Cristo sin su Iglesia, no hay tampoco plenitud de Cristo fuera
de su Cuerpo Místico… La Iglesia es la personificación de Cristo, así́ como
Cristo es la encarnación de Dios. Él es el Esposo, la Iglesia su Esposa”[16].
De
aquí que, “exista, un nexo íntimo entre Cristo, la Iglesia y la evangelización”[17].
Y así lo enseña nuestro Directorio de Espiritualidad cuando dice que “la
realidad jerárquica y a la vez mística, visible y espiritual, terrestre y
celestial, canónica y carismática, humana y divina, que es la Iglesia, por una
profunda analogía ‘se asemeja al Misterio del Verbo Encarnado’[18],
ya que ‘Cristo mismo está Encarnado en su Cuerpo, la Iglesia[19]”[20].
Y también nuestro Directorio de Vida Consagrada señala: “el amor a Cristo
Cabeza incluye el amor a su cuerpo, la Iglesia, con el que se identifica místicamente”[21].
Por eso, desde el Noviciado[22]
se nos ha inculcado el “amor a la Iglesia y a sus sagrados pastores”[23]
como partes de una misma realidad.
Nuestras
Constituciones, a su vez, declaran con gran fuerza nuestra clara intención de
“anonadarnos a los pies de la Iglesia… y obedecer por amor a Cristo… a quienes
el Espíritu Santo ha puesto para gobernar la Iglesia de Dios”[24] y
afirmamos que es un “título de honor de nuestra Familia Religiosa la sumisión a
la jerarquía eclesiástica”[25].
Ya que –como decía el Beato Pablo VI– “no se puede amar a Cristo sin la
Iglesia, escuchar a Cristo, pero no a la Iglesia, estar en Cristo, pero al
margen de la Iglesia”[26].
¡Cuán
inmensamente edificante y gratificante es ver a nuestros religiosos –en tantísimos
lugares y a costa de grandes sacrificios– que imbuidos de este espíritu dan
testimonio con la entrega de la propia vida de que el amor a Cristo y a la
Iglesia se identifican! Porque, ¿qué es sino este amor el que los hace ir a
las misiones con una disposición martirial y soportar las temperaturas más
extremas, pasar toda pobreza, en medio de noches y tribulaciones del alma,
tantas veces padeciendo ‘las contradicciones de los buenos’, sin más apoyo que
la promesa del Señor que dijo: lo que hicieres a uno de estos pequeños a mí me
lo hacéis (Mt 25, 40) y no quedara un vaso de agua sin recompensa (Mc 9, 41) y así
se gastan y se desgastan (cf. 2 Cor 12, 15) por la salvación de las almas, ya
en lugares inhóspitos, ya en medio de la indiferencia de las grandes ciudades,
ya en aquellos lugares donde nadie más quiere ir? Sólo su lealtad al amor de
Cristo y a su Iglesia dan respuesta.
Pues como dice nuestro Directorio de Vida Consagrada: “La consagración y la profesión de los consejos evangélicos “son un particular testimonio de amor”[27]. Porque sabemos que, amando a la Iglesia, amamos a Cristo, nuestro Esposo, quien es a su vez, Cabeza del Cuerpo. Esa es nuestra magnífica y privilegiada función: amar a Cristo Esposo y a su Cuerpo. Y así́, movidos por la caridad “vivimos para Cristo y su Cuerpo que es la Iglesia”[28].
Por
este amor a Cristo y a su Cuerpo Místico nosotros consagramos nuestra “vida
espiritual al provecho de toda la Iglesia”[29] y
nos dedicamos a “trabajar según las fuerzas y según la forma de la propia vocación,
ya con la oración, ya con el ministerio apostólico, para que el reino de Cristo
se asiente y consolide en las almas y para dilatarlo por todo el mundo”[30].
Y así́, sentimos y actuamos “siempre con ella, de acuerdo con las enseñanzas y
las normas del Magisterio de Pedro y de los Pastores en comunión con él”[31]
porque nos sabemos llamados a ser testigos de comunión eclesial (sentire cum Ecclesia) mediante “la adhesión
de mente y de corazón al Magisterio de los Obispos, y de vivirla con lealtad y
testimoniarla con nitidez ante el Pueblo de Dios”[32].
Este
ha sido y es el espíritu de nuestro Instituto que siempre tuvo como criterio
seguro sentire Ecclesiam y sentire cum Ecclesia[33].
Y –como no podría ser de otro modo– así lo hemos entendido nosotros desde los
inicios, seguros de que de esto depende la eficacia sobrenatural de toda
nuestra actividad apostólica y conscientes de que actuando de otro modo “traicionaríamos
gravísimamente nuestro carisma”[34].
¡Cuán reconfortante es constatar cómo tantos obispos, en todo el mundo (en los
cinco continentes), desde los inicios mismos de nuestra congregación, hacen
estima de este aspecto innegable de nuestra espiritualidad! ¡Cuán apremiante
debe ser el hecho de que más de otros 250 obispos de lo ancho y largo del mundo
soliciten con insistencia la presencia de nuestros sacerdotes!
No olvidemos, pues entonces, que nosotros, juntando, “el perfecto amor de Dios con la caridad perfecta hacia el prójimo” –como decía el Papa Pio XII– nos debemos sentir siempre “totalmente consagrados a las necesidades de la Iglesia y de todos los necesitados”[35] y es así que nos sentimos impelidos a la misión. No sin antes esforzarnos por dar una recta formación sacerdotal para “estar en perfecta comunión con su Iglesia Jerárquica –por una misma fe y una misma caridad–, y por el gobierno de uno solo sobre todos: Pedro”[36], siempre orando fervorosa y devotamente por la Iglesia[37]. Tal oración es para nosotros un aspecto, ciertamente no secundario, y por lo tanto procuramos formarnos “en una profunda intimidad con Dios”[38].
2. La santidad
como respuesta del amor que es debido a Cristo y a su Iglesia.
Además
de ser la vida consagrada un don para la Iglesia, los religiosos “son la
Iglesia”[39],
por el simple hecho de ser bautizados. Más aun, podemos decir que nosotros, los
religiosos, somos “de alguna manera el alma de la Iglesia por nuestra misma profesión
religiosa ordenada totalmente a la caridad”[40].
Esto
nos indica, de manera muy singular, que debemos estar firmemente resueltos a
alcanzar la santidad, particularmente por la práctica cada vez más profunda y
consecuente de los votos religiosos, fidelísimos al espíritu de nuestro
Instituto, siempre perseverantes y conscientes de que “si la santidad es
alcanzable, es sobre todo porque es obra de Dios”[41].
Sólo así seremos santos como Dios nos quiere santos, ya que Él nos ha llamado a servirlo en este Instituto particular. Y así́ lo serán también, con la gracia de Dios, las generaciones que vendrán si es que nosotros sabemos transmitir lo que hemos recibido. Ya que nuestra vida religiosa “no nace de un proyecto humano, sino que es iniciativa de Dios y, por tanto, don de la bondad del Señor para la vida y la santidad de la Iglesia”[42]. Y como “la comunión en la Iglesia no es pues uniformidad”[43], nuestra pequeña Familia Religiosa será́ tanto más útil a la Iglesia y a su misión, cuanto mayor sea el respeto de su identidad[44] que –como todo don del Espíritu Santo– nos ha sido concedido con objeto de que fructifique para el Señor[45].
San Alfonso María de Ligorio, en una carta muy hermosa del 8 de agosto de 1754, en la que recomendaba el mantenerse en el primer fervor de la congregación fundada por él y denunciaba en algunos la falta de ese espíritu, decía: “Yo no sé a dónde irán a parar éstos, porque Dios nos ha llamado a esta Congregación para hacernos santos y salvarnos como santos. El que quiera salvarse en la Congregación, pero no como santo, yo no sé si se salvará”[46].
A
su vez, San Vicente de Paul, recordaba la verdad de la vocación a los primeros
miembros de su congregación, con estas palabras: “es Dios es el que nos ha
llamado y el que desde toda la eternidad nos ha destinado para ser misioneros,
no habiéndonos hecho nacer ni cien años antes ni cien años después, sino
precisamente en el tiempo de la institución de esta obra; por consiguiente, no
hemos de buscar ni esperar descanso, contentamiento ni bendiciones más que en
la Misión, ya que es allí́ donde Dios nos quiere, dejando desde luego por
sentado que nuestra vocación es buena, que no está basada en el interés ni en
el deseo de evitar las incomodidades de la vida, ni en cualquier clase de
respeto humano.” Y continúa el Santo “nosotros somos los primeros llamados. Se
dice que son los primeros de una congregación aquellos que entran en ella
durante el primer período de su fundación[…]. Así́ pues, si somos nosotros los
primeros elegidos para devolver al aprisco a las ovejas extraviadas, ¿qué
pasará si huimos? ¿dónde creemos que podremos refugiarnos? Quo ibo a spiritu tuo et quo a facie
tua fugiam?”[47].
Queridos
todos, esforzándonos por ser santos contribuiremos a la santidad de la Iglesia.
Pues, nuestra vocación “nunca tiene como fin la santificación personal. Más aún,
una santificación exclusivamente personal no sería auténtica, porque Cristo ha
unido de forma muy íntima la santidad y la caridad. Así́ pues, los que tienden
a la santidad personal lo deben hacer en el marco de un compromiso de servicio
a la vida y a la santidad de la Iglesia. Incluso la vida puramente
contemplativa… conlleva esta orientación eclesial”[48].
Y
aun cuando en esta peregrinación terrena los hijos de la Iglesia con frecuencia
entristecen al Espíritu Santo[49],
la fe nos dice que nosotros que hemos sido sellados con el Espíritu Santo para
el día de la redención[50],
podemos ―a pesar de nuestras debilidades y pecados― avanzar por las sendas de
la santidad, hasta la conclusión del camino.
En
este sentido cuán alentadoras resultan las palabras de San Juan Pablo II, que
se presentan muy actuales para todos nosotros: “Hay que dar testimonio de la
verdad, aun al precio de ser perseguido, a costa incluso de la sangre, como
hizo Cristo mismo […] Seguramente nos encontraremos con dificultades. Nada
tiene de extraordinario. Forma parte de la vida de fe. A veces las pruebas son
leves, otras muy difíciles e incluso dramáticas. En la prueba podemos sentirnos
solos, pero la gracia divina, la gracia de una fe victoriosa, nunca nos
abandona. Por eso podemos esperar la superación victoriosa de cualquier prueba,
hasta la más difícil”[51].
Porque
“del amor de Dios por todos los hombres, la Iglesia ha sacado en todo tiempo la
obligación y la fuerza de su impulso misionero”[53],
nosotros animados por el amor al Verbo Encarnado que amó a la Iglesia y se
entregó por ella[54],
y a quien nos dedicamos “totalmente como a nuestro amor supremo”[55],
conservemos, cultivemos y pidamos a Dios siempre las gracias del fervor
espiritual y la alegría de entregarnos sin reservas a nuestra misión específica
en la Iglesia: que es la de evangelizar las culturas, según el espíritu
suscitado por el Espíritu Santo en el fundador de nuestro Instituto, incluso
cuando tengamos que sembrar entre lágrimas[56].
Dicha
tarea de evangelización sólo puede realizarse con particular eficacia en razón
de la fuerza de nuestra comunidad religiosa[57] y
ésta reside en su unión. Sin olvidar que: “es la verdad, más que nada, la que
construye la unidad”[58],
como nos lo enseñó́ el mismo Cristo cuando dijo: El que no está conmigo, está
contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama[59].
Por
eso, sigue siendo imperiosamente válido el deseo expresado en el Directorio de
Espiritualidad: “Aspiramos, conforme a las palabras de San Pablo, a tener un
mismo sentir en el Señor[60].
Esta unanimidad o concordia que buscamos significa unidad en el juicio de la razón
sobre lo que debe hacerse, y unidad en las voluntades, de modo que todos
quieran lo mismo. Así́, pues, esta concordia nace de la misma fe, por la que
sabemos qué debemos hacer, y de la caridad, por la que amamos todos los mismos
bienes y compartimos las fatigas, como buenos soldados de Cristo Jesús”[61].
Ha sido siempre edificante constatar, particularmente en estos últimos tiempos,
la sólida cohesión interna que existe entre los miembros de nuestra familia
religiosa, esto ha sido uno de los frutos más preciados que hemos visto en la celebración
del último capítulo general y es una gracia con la que el Espíritu Santo, en
medio de tantas dificultades, nos regala y nos sostiene. Tal unidad se nutre de
la Eucaristía y es sostenida por la súplica, que la implora como don especial
de Dios, por intercesión de la Virgen Santísima.
En
este sentido, el Beato Paolo Manna animaba a sus misioneros, y esto es muy
importante para nosotros hoy: “Propongámonos, pues, trabajar unidos y con perfecta
concordia en el puesto que la obediencia nos ha asignado. No nos olvidemos que
nuestro Instituto representa una de las más gloriosas escuadras de la Iglesia.
Como soldados de este aguerrido ejército, debemos marchar unidos y bien
ordenados como un ejército preparado para la batalla[62].
Si no tenemos espíritu de cuerpo, si cada uno querrá́ obrar a su gusto, si no
seremos obedientísimos a las órdenes de nuestros generales, si nos
dispersamos, seremos débiles y conseguiremos derrotas en vez de victorias. Las
vocaciones perdidas en todos los Institutos por falta de espíritu de obediencia
y de unión fraterna constituyen una triste demostración de esto: su corazón está
dividido, ahora morirán[63],
¿Estaremos unidos? Salvaremos almas, edificaremos la Iglesia y venceremos
siempre. [Porque] un hermano que es ayudado por otro hermano, es como una
ciudad fortificada[64]”[65].
Queridos
todos: la comunión fraterna –profunda y bien entendida– ya es apostolado: es
decir, “contribuye directamente a la evangelización”[66].
Es más, “toda la fecundidad de la vida religiosa depende de la calidad de la
vida fraterna en común”[67].
Y esto es así́, porque el mismo Verbo Encarnado nos ha llamado a vivir unidos
para que el mundo crea[68].
Este aspecto no nos debe parecer secundario o accidental ya que “si no tenemos
buenas comunidades no podremos llevar a cabo nada de importancia”[69].
“¡Cuántas
veces las obras fracasan por la divergencia de los misioneros… cuántas misiones
se arruinan por esta causa! ¡Que no suceda esto en nuestro pequeño Instituto,
donde somos tan pocos para una obra que se asemeja a lo infinito! Sacrifiquemos
todo con tal de mantener la unidad y la concordia, sacrifiquemos especialmente
nuestro amor propio, nuestros puntos de vista y nuestras comodidades”[70].
No sigamos nunca a los que crean división, disgregan e incluso conspiran para
romper esta unidad tan preciada.
“Por
este motivo es de primordial importancia que los que se preparan a la misión
cultiven un sano amor por la comunidad donde se vive sin excluir de hecho a
nadie, en particular a los caracteres más difíciles”[71].
En
fin, que esta fiesta eclesial universal del religioso y en particular para
nosotros, del religioso del Verbo Encarnado, nos encuentre más unidos a Él, más
imbuidos de su espíritu y con el alma empapada de los mismos sentimientos de su
Sacratísimo Corazón. De tal manera que seamos religiosos que “abrevan su espíritu
en la Palabra de Dios, serviciales con el prójimo, solidarios con todo
necesitado, promotores del laicado, con gran capacidad de diálogo, sin crisis
de identidad, deseosos de la formación permanente, abandonados a la
Providencia, amantes de la liturgia católica, predicadores incansables,
caudalosos de espíritu, ‘con una lengua, labios y sabiduría a los que no puedan
resistir los enemigos de la verdad’[72],
de ubérrima fecundidad apostólica y vocacional, con ímpetu misionero y ecuménico,
abiertos a toda partícula de verdad allí́ donde se halle, con amor preferencial
a los pobres sin exclusivismos y sin exclusiones, que vivan en cristalina y
contagiosa alegría, en imperturbable paz aun en los más arduos combates, en
absoluta e irrestricta comunión eclesial, incansablemente evangelizadores y catequistas,
amantes de la Cruz”[73].
Este
2 de febrero hemos de ofrecer la Santa Misa pidiéndole a María Santísima, Madre
y Modelo de todo consagrado, nos conceda la gracia de “vivir con calidad la
vida religiosa según nuestro carisma y, por tanto, revivir y testimoniar el único
misterio de Cristo, sobre todo en los aspectos de su anonadamiento y de su transfiguración”[74].
Agradeciendo a Dios el inmenso don de la vocación a la vida consagrada vayamos
por doquier irradiando el amor y la alegría de haber sido llamados a amar y
servir a Cristo en el seno de su Santa Iglesia.
¡Feliz
día del Religioso del Verbo Encarnado!
P.
Gustavo Nieto, IVE
Superior
General
[1] Cf. Vita Consecrata, 3; op. cit. Lumen Gentium, 44.
[2] Cf. Directorio
de Vida Consagrada, 22; op. cit. Vita
Consecrata, 32.
[3] Directorio de Noviciados, 144;
op. cit. CONGREGACIÓN PARA LOS INSTITUTOS DE VIDA CONSAGRADA Y LAS SOCIEDADES
DE VIDA APOSTÓLICA, Caminar desde Cristo. Un renovado compromiso de la Vida
Consagrada en el Tercer Milenio, 19.
[4] Lumen Gentium, 8.
[5] Lumen Gentium, 31.
[6] Constituciones,
1.
[7] Vita Consecrata, 3; op. cit. Ad Gentes, 18.
[8] Constituciones,
6.
[9] Directorio de
Espiritualidad, 244.
[10] SAN JUAN PABLO II, Carta apostólica
a los Religiosos y Religiosas de América Latina con ocasión del V centenario de
la Evangelización del Nuevo Mundo, 29 de junio de 1990.
[11] Directorio de
Vida Consagrada, 34.
[12] 1Jn 4,2.
[13] Cf.1Cor 10,4.
[14] 1 Cor 3, 11.
[15] Cf.
Constituciones, 7.
[16] VEN. ARZOBISPO
FULTON SHEEN, Those Mysterious Priests,
Cap. 10. (Traducido de la versión en inglés) pg. 2.
[17] Cf. Evangelii Nuntiandi, 16.
[18] Lumen Gentium, 48.
[19] Ibidem.
[20] Directorio de
Espiritualidad, 244.
[21] 21 Cf. 255.
[22] Cf. Directorio
de Noviciados, 169.
[23] Directorio de
Noviciados, 162; op. cit. CIC, c. 652 § 1-2.
[24] Cf.
Constituciones, 76.
[25] Directorio de
Vida Consagrada, 26.
[26] Ibidem.
[27] Directorio de
Vida Consagrada, 23.
[28] Cf. Directorio
de Vida Consagrada, 23; op. cit. Redemptionis
Donum, 14.
[29] Directorio de
Vida Consagrada, 24.
[30] Cf. Ibidem.
[31] Directorio de
Vida Consagrada, 25.
[32] Cf. Directorio
de Vida Consagrada, 25.
[33] Aunque a lo
largo y ancho de nuestro derecho propio aparece una y otra vez este concepto
cito aquí algunos ejemplos de referencia: Constituciones 1, 210, 211, 231,
265, 266, etc.; Directorio de Espiritualidad, 227, 241-249, 256, 261-263, etc.;
Directorio de Misiones Ad Gentes,
159; Directorio de Misiones Populares, 12-13, Directorio de Vida Consagrada,
260, 263-265, etc.
[34] Directorio de
Espiritualidad, 245.
[35] Cf. Directorio
de Vida Consagrada, 257; op. cit. PÍO XII, Sponsa Christi, 37.
[36] Constituciones,
210.
[37] Acerca del tema
de la oración por la Iglesia les recomiendo vivamente la lectura de P. CARLOS
BUELA, IVE, Sacerdotes para siempre, Parte I, Cap. 2, 9, 10 y 15.
[38] Constituciones,
203.
[39] Directorio de
vida consagrada, 25.
[40] Cf. Ibidem.
[41] Cf. Directorio
de Seminarios Menores, 35.
[42] SAN JUAN PABLO
II, A los Obispos participantes en un Congreso sobre vida consagrada, 9 de
febrero de 1990.
[43] Vita Consecrata, 4.
[44] Directorio de
Vida Consagrada, 320: “‘la gracia propia del fundador… (es) la de una
fecundidad particular en la Iglesia’, que por medio de él, en el Espíritu, se
concede a una Familia Religiosa para la edificación de la Iglesia según su modo
peculiar de vivir la vida religiosa y el apostolado”
[45] Cf. Vita Consecrata, 4
[46] Sumarium, p. 249-350; op. cit. en
REY-MERMET, El Santo del Siglo de las Luces, BAC Maior, p. 529.
[47] Conferencia del
29 de octubre de 1638.
[48] Directorio de
Vida Consagrada, 33.
[49] Ef 4, 30.
[50] Ibidem.
[51] SAN JUAN PABLO
II, ¡Levantaos! ¡Vamos!, Parte VI.
[52] Directorio de
Vida Consagrada, 266.
[53] Directorio de
Misiones Ad Gentes, 11; op. cit. CIC,
851.
[54] Ef 5, 25.
[55] Directorio de
Vida Consagrada, 22.
[56] Directorio de
Misiones Ad Gentes, 144.
[57] Cf. Directorio
de Vida Consagrada, 266.
[58] Directorio de
Espiritualidad, 59.
[59] Mt 12, 30.
[60] Cf.2Cor13,11;Flp4,2.
[61] 248.
[62] Cf. 2 Mac 15,
20.
[63] Os 10, 2.
[64] Prov 18, 19.
[65] Virtudes
Apostólicas, Carta circular Nº 8, Milán, 15 de septiembre de 1927.
[66] Directorio de
Vida Fraterna, 21.
[67] Directorio de
Vida Fraterna, 22.
[68] Jn 17, 21.
[69] Directorio de
Misiones Ad Gentes, 122.
[70] BEATO PAOLO
MANNA, Virtudes Apostólicas, Carta circular no 13, Milán, septiembre de 1930.
[71] Directorio de
Misiones Ad Gentes, 120.
[72] SAN LUIS MARIA
GRIGNION DE MONTFORT, Oración abrasada, 22.
[73] Constituciones,
231.
[74] Directorio de
Vida Consagrada, 2; op. cit. Cf. Vita
Consecrata, 93.