viernes, 6 de enero de 2017

EL SEMINARIO DE HOBBES

Publicado en el blog Wanderer en cuatro entregas en el año 2007. Luego desapareció de esa página.

Primera entrega
miércoles 25 de julio de 2007 by Wanderer

Thomas Hobbes dedica la cuarta parte de su Leviathan a realizar una severísima crítica a la Iglesia católica basada en la eterna y conocida mitología que utilizan sus enemigos cuando quieren atacarla. Sin embargo, en medio de las burdas mentiras y patrañas que allí escribe el pensador de Malmesbury, es posible encontrar algunas afirmaciones verdaderas, en particular una de ellas que me interesa destacar en este post. Denostando a las Universidades, y seminarios, católicas afirma que allí no se enseña más que oscuras teorías basadas en el aristotelismo y que, si alguno de los estudiantes pretende levantar la cabeza por encima de la media, la institución se las arreglará para hallarlo culpable de pactos diabólicos.

Lamentablemente, y en base a los múltiples testimonios que he escuchado, aquí Hobbes tiene razón. En algunos seminarios argentinos el que piensa, pierde, y pierde en serio, aún su puesto dentro del mismo seminario. Ya hice referencia a que esto ocurría en el seminario de la FSSPX y, también, en el seminario diocesano de San Rafael, y a éste quiero referirme en esta ocasión. Y así como cuando escribí sobre el Seminario de San Luis fue necesaria una introducción histórica y biográfica, lo mismo ocurre en este caso. Veamos.

La diócesis de San Rafael comprende los territorios del sur de la provincia de Mendoza. Creada en 1961 por Juan XXIII, tuvo como primer obispo al finado cardenal Primatesta. Siempre fue considerada una diócesis trampolín y eso ocurrió en la rápida sucesión episcopal de sus primeros años. Es que, seamos honestos, ¿a quién podía interesarle presidir una diócesis periférica si las hay, perdida en medio del desierto cuyano, con una población proveniente exclusivamente de la inmigración reciente, con todas las características de middle class que esto implica y, para colmo de males, diezmada de sacerdotes? A nadie, salvo a un hombre de Dios como fue su cuarto obispo, Mons. León Kruk, que la gobernó desde 1973 hasta su sospechosa muerte en 1991.

Mons. León Kruk había nacido en Apóstoles (Misiones), hijo de padre polaco y madre ucraniana, combinación de resultados impredecibles como pudimos percatarnos luego del eterno pontificado de Juan Pablo II, quien poseía también el mismo componente genético. Ordenado sacerdote en la arquidiócesis de Corrientes, se dedicó con celo a las tareas apostólicas propias de su estado lo que le mereció (eran otros tiempos) ser nombrado obispo de la remota y escondida diócesis cuyana. Y allí permanecería por el resto de sus días, aunque a los pocos años, como correspondía, sus hermanos en el episcopado se acordaron de él y le ofrecieron el arzobispado correntino, el cual rechazó, seguro de que Dios lo quería allí, en el desierto.

Su preocupación más grande, durante la mayor parte de su gobierno, fue la crónica escasez de sacerdotes que padecía, contra la cual luchó de diversos modos: con la oración (sacerdotes que lo conocieron aseguran que pasaba la noche de todos los jueves en oración suplicando por esta intención), reclutando vocaciones autóctonas y enviándolas a estudiar a Rosario, y aceptando seminaristas oriundos de otras diócesis que eran rechazados por sus obispos por la condición que ponían: estudiar en el seminario de Paraná. Hablamos, claro, de la época dorada de esta institución, los tiempos de Mons. Tortolo, del P. Ezcurra, de Fr. Marcos González O.P. y del jesuita Alfredo Sáenz. De ese modo, poco a poco, la pequeña diócesis comenzó a ver seminaristas ensotanados durante las vacaciones estivales, que no decía “iegó” sino “shegó” y que provenían, la mayoría de ellos, de la tranquila y católica vecindad de Bella Vista, “del otro lado”, por supuesto, y que eran ex alumnos del Don Jaime. Los jóvenes eran dirigidos a San Rafael por los mismos sacerdotes formadores de Paraná y por algunos otros entre los que se contaba, cómo no, nuestra conocido Karnicero quien, por esos entonces, regenteaba la parroquia de la populosa y nada paqueta Villa Progreso en la diócesis de San Martín, se dedicaba a construir el nuevo templo parroquial con Vía Crucis de concreto y campanario con altoparlates en el que sonaran las campanas de San Pedro y a recibir a los visitantes en pijamas. Es importante destacar que ya revoloteaba por esa loca y calva cabecita el megaproyecto fundacional (ya había pasado la memorable jornada del 3 de mayo de 1981, día de la gloriosa inspiración divina), el que había sido propuesto a su propio obispo, Mons. Menéndez, quien lo había sacado escarpiendo, para bien del segundo cordón del conurbano bonaerense.
Y fue en ese momento histórico, años 1983 y 1984, cuando se alinearon los planetas o se amalgamaron los factores que produjeron, finalmente, la fundación del seminario de San Rafael. Los hechos más relevantes fueron:

1) El desembarco de Mons. Karlic en el arzobispado de Paraná y la posterior prescindencia de los mejores formadores del seminario, entre ellos Ezcurra, González y Sáenz, lo cual implicaba la existencia en el país de una calificada y desocupada mano de obra.

2) El antiguo y ahora urgente deseo de muchos sacerdotes de conformar una “sociedad sacerdotal” bajo alguna forma canónica que les permitiera, sin ser religiosos, librarse de las arbitrariedades episcopales y poder vivir su sacerdocio en su propio estilo conservador.

3) La endémica falta de sacerdotes de la diócesis de San Rafael.

4) Las chifladuras e histerismos de Mons. Laise que impedían, a juicio del establishment presbiteral conservador de Argentina, confiar en su seminario como opción al cierre de Paraná.

Ni lerdo ni perezoso, Karloncho, que de tonto no tiene un pelo, cayó en la cuenta de que esa era su oportunidad y se adueñó del liderazgo del provecho ante la (¿culpable?) pasividad de los otros protagonistas de la situación. Fue así como se presentó en el obispado de San Rafael, gracias a los buenos oficios de un reciente y meritorio sacerdote formado en Paraná, Fernando Yáñez, y le propuso al obispo la fundación de un seminario diocesano y, paralelamente, de un instituto religioso. El staff de formadores se compondría por aquellos sacerdotes expulsados o postergados por sus obispos que aseguraban la fidelidad a la Iglesia y al papa polaco. Y Mons. León Kruk aceptó la aventura a sabiendas de los problemas y rechazos que provocaría en el episcopado argentino, aventura que terminaría costándole la vida, al menos en cierto sentido.

¿Por qué el hombre de Dios que fue Mons. Kruk aceptó la propuesta bueluda? También aquí, creo, se combinaron varios factores:

1) Su obsesión por la falta de sacerdotes que padecía la diócesis.

2) Sus simpatías conservadoras cuya permanencia y solidificación en el país le aseguraba la propuesta de Karloncho.

3) Quizás, y en esto tengo dudas, la conciencia de que era esa la voluntad de Dios y que él era el instrumento de ejecución de tamaño proyecto. La Providencia Divina lo había ubicado en el kairós lo que provocaría la resurrección de la verdadera fe católica en Argentina.

4) El verso endulzante de un “porteñito canchero” (la expresión es de alguien más malvado que yo) como era, y es, Karloncho, que pudo envolver fácilmente al rusito provinciano que era Kruk, por más carácter episcopal que tuviera.
El lugar físico, providencialmente, ya estaba. Se trataba de una casona estilo colonial inglés que se ubicaba al costado de la bodega de una familia gringa que la había donado para fines seminariles. Con parcas adaptaciones, debido a la escasez de dinero y a los ideales ascéticos que guiaban al obispo, la casa abrió sus puertas el 25 de marzo de 1984, con Karloncho como primer rector y un grupo de más de veinte seminaristas, algunos nuevos, provenientes de Buenos Aires fruto de la propia cosecha del Karnicero y del P. Lojoya, y otros fugados de San Luis.
No tengo los datos, ni el tiempo ni las ganas de hacer una historia del seminario de San Rafael. Sólo diré que Buela permaneció en el puesto rectoril sólo un año, el suficiente para conseguir el dinero suficiente para comprar las abundantes hectáreas de fértil terreno de El Chañaral que constituiría la “Finca”, mítica casa madre kukusa. Se dice, aunque no tengo datos ciertos, que el donante era un adinerado descendiente de ucranianos y habitante de San Rafael quien luego sería literalmente esquilmado por los Kukús y donaría también la gran y céntrica construcción donde establecerían una parroquia, además de muchos, muchos dinerillos que, prácticamente, lo dejaron en la calle. Como premio obtuvo una sepultura en el minúsculo y privilegiado cementerio kukú y, supongo yo, Dios le habrá pagado de otro modo, mucho más glorioso y gozoso. ¡Pobre Juancito!

A inicios de 1985, Karloncho fijó su sede en la Finca y allí se llevó a sus primeros seminaristas, quienes continuarían recibiendo las lecciones filosóficas y teológicas durante varios años en el seminario diocesano. Este último vio acrecentado abruptamente el número de sus estudiantes debido a la huida masiva de seminaristas de Paraná (¿se justificó tamaña huida? Véase el escolio), otros varios de San Luis y jóvenes nuevitos entusiasmados por el proyecto sanrafaelino que era presentado, irresponsablemente, por muchos sacerdotes y laicos con características cósmicas: allí se formaría el ejército de los apóstoles de los últimos tiempos, fieles a la Iglesia y al Papa, que salvarían a la Patria y quizás a la humanidad entera del error y de las acechanzas diabólicas.

El equipo sacerdotal de formadores que permanecería durante algunos, y con quienes el seminario adquiriría un discreto brillo (muy alejado de la opacidad que lo caracterizó en años posteriores hasta la actualidad), estaba integrado por el P. Alberto Ezcurra (Rector); P. Carlos Biestro (Prefecto de Estudios); P. Carlos Nadal (Prefecto de Disciplina) y P. Ramiro Sáenz (Director Espiritual). Sobre ellos y sobre la formación que se impartió hablaré en el próximo post porque este ya se hizo muy largo y yo tengo que trabajar.

Escolio: Tengo mis dudas acerca de si la masiva huida de seminaristas de Paraná fue justificada. Significó, sin más, diezmar ese meritorio seminario y debilitar la arquidiócesis que había sido de Mons. Tortolo. Es verdad que Karlic había echado a los formadores más importantes y capacitados y es verdad que los focolares y otros grupos progresistas habían cobrado un poco más de fuerzas, pero eso no implicaba que se abandonaría la doctrina católica en la enseñanza de los seminaristas. La única herejía que, según dicen, se había comenzado a enseñar era que Nuestro Señor no había tenido visión beatífica, pero no me parece que eso fuera lo suficientemente grave para tomar la actitud que se tomó. ¿Qué decir del apoyo en sordina o a viva voce que tuvieron de algunos de los sacerdotes exonerados? ¿Y de la voluntad receptiva de Mons. Kruk? No lo sé. No puedo ni quiero juzgar a personas que me sobrepasan por varios cuerpos en sabiduría y santidad. Permítanme, tan solo, dudar de lo prudente de la decisión.

Segunda entrega
miércoles 1 de agosto de 2007 by Wanderer

Con el permiso presunto de un apreciado lector de este blog, reproduzco en forma de post su largo y enjundioso comentario, a fin de facilitar su lectura, que merece ser hecha paciente y reflexivamente.

Estimado Wanderer:

Pero, pero... ¿qué pasó? ¿Qué pasó en San Rafael, en el fondo? Digo, ¿no?, más adentro, en las profundidades de los corazones, de los espíritus, allí donde se juega el verdadero partido. ¿En el fondo qué pasó?

Me pregunto esto porque su cronología de los acontecimientos que llevaron al cisma entre los curas Buela, por un lado, y Ezcurra y Sáenz, por el otro, fue una cosa tremenda y habría que bucear un poco en el asunto, aunque no presumimos de “escudriñar las entrañas” que eso, ya se sabe, sólo le incumbe a Dios.

Y disculpe si me alargo un poco, que aquí hay mucha tela para cortar.

Alguien repetía por aquellos días, como restando importancia a la cosa: es pelea de curas, no más. Como si la “pelea de curas” fuera una categoría en sí misma, y no el resultado de una división más profunda y que tendría consecuencias... ¿qué diré?... graves.

Y lo primero que hay que decir es que nos tomó a todos por sorpresa (escribo esto, para que la próxima vez, no nos tomen por sorpresa, con esto, con lo que sea).

Sé bastante sobre lo que pasó. Pero mucho más es lo que tengo que adivinar. Permítame, estimado Wanderer, intentar ponerlo por escrito.

Para eso, tendré que ponerme en el lugar de Ezcurra, más que de Sáenz, quizá por una cuestión de afinidad temperamental, quizá porque el pobre Ezcurra ya no está entre nosotros para desmentirme (escribo esto en un escritorio presidido por su fotografía, y desde allí, como siempre, me sonríe).

Buela, Sáenz y Ezcurra compartían una gran convicción y coincidían, sin duda, en que el progresismo era un cáncer que roía a la Iglesia Católica y que había que combatirlo con cuantas armas uno tuviese al alcance. Y así, fueron a coincidir en que había que mudar la obra de Paraná a otra diócesis donde había obispo que les diera el mínimo cobijo para la formación de jóvenes seminaristas según la estética, las reglas, el espíritu y la doctrina que Sáenz -con la desinteresada colaboración de muchos- había logrado insuflar a lo largo de diez fructíferos años bajo los auspicios de Mons. Tortolo. Allí, pese a las apariencias, Sáenz era el mandamás, sin que a nadie se le ocurriera disputar la conducción, que, por lo demás, era tan natural cuanto humilde. Contando con la lealtad de muchos, empezando con la de Ezcurra, hizo una fina obra (de la que da testimonio su espléndida revista, Mikael), sin lugar a dudas.

Pero el demonio hizo una mejor.

Veamos un poco:

1) En el seminario diocesano de San Rafael, Alfredo Sáenz no podía comandar la cosa, porque la Compañía no se lo permitía (y porque él no quiso -o no pudo-dejar de ser jesuita).

2) Mons. Kruk, Alfredo Sáenz y Carlos Buela resolvieron entonces, unánimemente que el timón quedaría a cargo de Ezcurra. Por lo que pasó después, quizá no sea ilícito preguntarse si Buela se sintió defraudado al no haber sido elegido él para capitán de la cosa.

¿Y qué pasó, en el fondo? Hay cosas que con el paso del tiempo se ven más claramente.
Poco a poco, Sáenz se vio limitado por sus superiores jesuitas y su influencia en San Rafael progresivamente disminuyó.

Quedaban los otros dos. Ezcurra y Buela eran espíritus sustancialmente distintos, uno refinado, el otro, no. Ezcurra era de tradición nacionalista, Buela siempre los despreció (“Son unos boludos, querido, ¿no te das cuenta?”). Ezcurra era “sátwico”, un espíritu religioso, paciente, atento a las realidades más sagradas. Buela era más “rajásico”, un espíritu más fáustico, más impaciente, menos dado a la contemplación y con una cierta convicción interior de que estaba llamado por Dios a realizar una Gran Obra. Ezcurra “perdía el tiempo”, conversando con los seminaristas, destilando alcoholes, comiendo asados con sindicalista, visitando a viejos camaradas, leyendo a Guénon (¿qué podía pensar Buela, viéndolo denunciar el “Reino de la Cantidad”?) o, quizá, adivino, disimulando lo más posible los primeros síntomas de una enfermedad que lo llevaría a la tumba.

Buela tampoco se quedaba quieto. Pero la diferencia entre estos dos, creo, es que Buela estaba in-quieto. Su entusiasmo por el Papa Polaco no tenía límites: el Papa había vencido el comunismo, destruido a Lefebvre, tenía razón en todo, la comunión en la mano, Asís, el concilio había sido una maravilla, etc. etc… y creía que comenzaría la Gran Restauración que su mentor, Meinvielle, había anunciado (y por la que ofreció sus últimos dolores y agonía, antes de morir).

Creía, con Meinvielle, en un gran éxito temporal de la Iglesia Católica. Ezcurra, con Castellani, no estaba tan seguro.
De una cosa podemos sí, estar seguros: Buela no estaba conforme con lo que se había logrado hasta entonces. Quería más. Esto lo tradujo en términos un poco bestiales (no se le pida a un carnicero demasiada distinción): la vida religiosa es superior a la vida secular, ergo, conviene dedicarse a lo que es superior.

Y se hizo superior de una congregación religiosa, fundada por él y cuyas huestes debían multiplicarse, como fuera. Esta leva también se llevó a cabo a lo bruto, en el espíritu de “quien no está conmigo, está contra mí”, y ciertamente que Buela no se privó de armar una suerte de Boca-River entre quienes lo seguían y quienes preferían quedarse en el seminario diocesano.

Su ensañamiento contra quienes no querían ser “superiores” ingresando a las filas de la nimbada “Congre” es cosa que sólo se verá en el Juicio Final. Aunque, claro está, también allí se verán otras iniquidades de entonces, además de las que siguieron luego.

De todos modos, Buela le imprimiría su carácter a la famosa Congre y desde entonces su orga lleva esas, sus queridas notas distintivas: los laicos tienen vocación, a menos que demuestren lo contrario; los religiosos son superiores a los del clero secular y nosotros, los Kukús, somos superiores a otros religiosos. Biestro hace vida vegetativa, Ramiro es un traidor, Sáenz está preso y no entendió la cosa, Caponnetto es un nacionalista boludo, Mihura habló mal del Papa, los de Bella Vista son intelectuales al pedo que en su soberbia no quieren encolumnarse, etc. etc.
Quizá se les escapó la ironía de Castellani:

Nosotros somos los buenos,
Nosotros, ni más ni menos.
Los otros son unos potros,
comparados con nosotros.

La prueba está en que ahora somos más de 1.200 (“¿No te das cuenta, querido?” -lo de “querido” viene de Meinvielle, y subraya la convicción común de que sí señor, se viene la Gran Restauración, querido, ¿no te das cuenta?).
¿1200? ¿Son 1200? Sí, señor, y estamos en Papúa, en Guinea y en la Cochinchina. Y tenemos status de Congregación (después de años de invocarla, sin tenerla... como si Blumberg se recibiera hoy y dijese, “¿no ven que era ingeniero?”).

Así se expresa el Rey del vacío. Propter regnum regni, perdere causas.

Cuando pasó todo esto, allá por el ´83, las cosas no se veían tan claramente. Pero Sáenz, por ejemplo, quedó profundamente herido por la traición a la más elemental camaradería: en efecto, Buela inició su Congre sin darle arte ni parte: esto le haría recordar el pequeño lío que le había hecho Renaudiere con su fallido intento en Santa Fe. Pero aquí la cosa era peor, porque Renaudiere nunca fue amigo suyo. Pero Buela, esto era inesperado, que se largara, así como así, inspirado vaya uno a saber por qué revelación divina, a una empresa que dividiría los ánimos, los espíritus, el apostolado y las amistades.

Buela no pidió parecer a nadie, qué amigos, ni qué niño muerto.

Estaba inspirado.

Por eso no le pareció necesario pedir consejo, ni consensuar pareceres, ni acordar planes con quiénes se había unido para la empresa del seminario de San Rafael: la vida religiosa es superior, yo soy superior de una congregación religiosa y quiénes no me siguen en ésta, que se corran.

Porque son, cómo no, inferiores.

¿Y Ezcurra? ¿Ezcurra era “inferior”? Sí, claro, como se dice a las claras en las “Reminiscencias” del carnicero: porque no entendía la vida religiosa.

¿No entendía Ezcurra? ¿No entendía la vida religiosa? ¿Había cosas que Buela sí entendía y que Ezcurra no? ¿De veras?

Ezcurra dejó hacer. Padeció todo esto como si fuera un tumor maligno. Salieron de los nuestros y no eran de los nuestros. Y luego tuvo cáncer, una multiplicación de células parecidas a las originales, desordenadamente desparramadas por el organismo, que finalmente lo mataría. Calló, y en parte porque estaba perplejo ante los desplantes, arranques y entusiasmos de quién había, al principio, acordado sujetarse a lo que el Rector del Seminario decidiese. Pero también calló por caridad, por prudencia y porque tanta alharaca sobre la vida religiosa, y las vocaciones, y la Gran Obra, y la santidad de Morsella, eran formulaciones inevitablemente grasas de cosas que merecen un poco más de tiento, de precisión, de respeto.

Y Ezcurra no. Era un espíritu distinguido, en el sentido más profundo de la palabra. Distinguía. Y por amor a lo que amaba, odiaba la manipulación de conciencias, la ligereza en cosas graves, el ramplón humor de quién se maneja entre cosas sagradas como si estuviese manejando una carnicería (o un colectivo, el símbolo más preciado de los Kukús).
No que no tuviera humor. No que no supiese reírse del mundo moderno. No que fuera un solemne acartonado. No que fuera uno de los odiados lefebvristas o un progre o un beatón.

Hay veces que pareciera que Dios hace las cosas bien: le puso enfrente a Buela a un tipo que no tenía ninguna de las taras con que se lo pudiese denostar, o agraviar, o desacreditar. Como dice San Bernardo, hablando del Verbo verdadero, Cristo Nuestro Señor: “Il s’est rendu si aimable dans cet état”.

Pero, bueno, claro: no entendía la vida religiosa.

Estuve con él, con este hombre que no entendía la vida religiosa, toda una mañana, a escasas semanas de su muerte. Lo quise sonsacar. Quise hacerlo hablar sobre todo esto. Estábamos en una mesa de un tranquilo bar de Buenos Aires y disponíamos de toda la mañana. Una y otra vez, ante mis impertinentes preguntas desviaba suavemente la conversación. Mi interrogatorio fue un fracaso redondo y al final, me dio un poco de vergüenza insistir: al fin me di cuenta de las implicancias de su silencio: estaban en juego cosas grandes que no se pueden zanjar con chismes, dimes y diretes, conspiraciones o bromas fáciles.

Al final, ganó él y cambiamos de tema.

Que no se quería morir. Le pregunté por qué. Me dijo que le pedía a Dios que lo dejara quedarse entre nosotros “unos añitos más”. Le pregunté para qué, para qué diablos. Me lo dijo, con seráfica sonrisa, como parafraseando “La Unitaria”: para pelear por El.

Dios dispuso otra cosa.

Pero Ezcurra sonríe ahora, estimado Wanderer, no sólo desde la fotografía que preside mi escritorio. Y en compañía, excelente, de más de 1200 cristianos.

Tercera entrega
martes 7 de agosto de 2007 by Wanderer

El señor de Lagarde desarrolló en su Comentario devenido en post la figura del P. Alberto Ezcurra de un modo sobresaliente por lo que, considero, no es necesario abundar más en el tema. Continuaremos entonces con el relato y descripción del resto de los superiores y formadores del seminario de Hobbes, o bien, el Seminario de San Rafael.
Prefecto de Estudios fue nombrado el Pbro. Carlos Biestro, un filósofo porteño egresado de la UBA que se había hecho cura en Paraná. Inteligente, capaz de intuiciones geniales y de conductas estrambóticas para los gustos estandarizados de la clericatura provinciana, puso al servicio del nuevo seminario y de Mons. Kruk sus indiscutibles dotes intelectuales. Y aunque a Biestro se lo consideraba un intelectual extravagante, capaz de rezar su breviario diariamente caminando por la mítica calle Tirasso con la posibilidad real e inmediata de pasar, sin solución de continuidad, de cantar las laudes en la tierra a hacerlo en el cielo en compañía de querubines y serafines debido a los autos y camiones que a rauda velocidad debían esquivar su figura contemplante, fue, creo, el único que jamás sucumbió a la tentación de considerar que los kukús nacientes eran los apóstoles de los últimos tiempos y que, quienes quisieran asegurar su salvación, debían integrarse de inmediato al grupúsculo bueludo. Admitamos, sin embargo, que los kukuses no lo habrán tentando mucho tampoco: sabían que el presbítero filósofo era lo suficientemente inteligente como para no aceptar la omnisciente figura del Karnicero y mucho menos someterse a sus dictados. Y así le fue al pobre Biestro.

En él se cumplió el título de este post. Él fue el ícono paradigmático que mostró que, el seminario de San Rafael es, efectivamente, el seminario de Hobbes. Biestro se tuvo que ir del Seminario, entre gallos y medianoches, en unas vacaciones de invierno, a fin de conservar la cordura y la salud. Y, seamos honestos, su partida no se debió a la influencia del Rey del Vacío, sino a la desidia complaciente del clero secular que en esos momentos regenteaba el Seminario, encabezado por el P. Miguel López. ¿Por qué se llegó a esa situación? ¿Por qué permitieron que un intelectual de peso y con prestigio internacional se fuera sin pena ni gloria, y casi denostado, del seminario del que había sido co-fundador y al que había servido por casi diez años? Supongo que son varias las causas y unas de las cuales es, sin dudas, que jamás lo entendieron. ¿Cómo podrían entender esas parvas cabecitas presbiterales, por ejemplo, que el prefecto de estudios recomendara a algunos de sus discípulos, junto a la lectura de San Juan de la Cruz, el Omnibus Jeeves de Wodehouse? Tamaña distracción, mundana e inglesa, podía dañar los espíritus aguerridos y varoniles de los seminaristas que debían concentrar todas su fuerzas en preparar el apostolado del fin de semana. Su estilo de vida, escasamente comunitario y de reclusión casi perpetua en su cuarto, salvo las semanales salidas de un día entero a la casa solariega de una gálica familia tradicionalista, además, era mal ejemplo para los estudiantes y, ¡horror! habían ya pequeños grupos que lo imitaban, resistiéndose a asistir a las fructíferas convivencias mensuales donde los seminaristas podían jugar sanamente el fútbol, practicar manteadas a sus compañeros y criticar con risotadas y procacidades los últimos desvaríos progresistas del episcopado. Por otra parte, Biestro no era visto casi nunca en la hora de adoración al Santísimo que diariamente se practicaba en el Seminario, lo cual constituía un acto de flagrante impiedad. ¿Es que no hacía la meditación? ¿Es que tendría la ocurrencia de rezar en su cuarto? ¿Es que se pasaría el día rezando el breviario? (Entre los seminaristas se comentaba que tardaba una hora en recitar vísperas. ¡Así no hay tiempo que alcance para rezar!).

Y así, a Biestro le soltaron la mano, y nadie hizo nada por retenerlo. “Muerto el perro, se acabó la rabia” habrán pensado. Y tenían razón. A algunos de los cachorros rabiosos ya los habían echado, otros se habían ido, algunos permanecieron y se ordenaron y siguen tanto o más rabiosos que antes, y otros, los que mostraban espuma en la boca cuando convenía y, cuando no, se la tragaban, son ahora los superiores del seminario.

Prefecto de Disciplina era el P. Carlos Nadal. También porteño, era párroco en la arquidiócesis de Buenos Aires y muy allegado del cardenal Aramburu que, de alguna manera, le había asegurado el ingreso a la carrera episcopal.

Entusiasmado por el proyecto bueludo, no dudó en seguir al Karnicero a San Rafael y abandonar, meritoriamente, todas sus posibilidades de glorias humanas.

Nadal era un cura de estilo clásico, el típico presbítero del clero, cumplidor de sus obligaciones sin estridencias y ni propagandas. Piadoso, educado, dueño de una cierta elegancia clerical que no condecía con el estilo mugre de la Finca, siempre fue un poco despreciado por K. y por sus seguidores quienes, de alguna manera, lo consideraban inferior pero útil para sus designios. Cumplió correctamente la tarea que le correspondía en el seminario y, según dicen, fue siempre un buen ejemplo para los seminaristas.

Su fin, lamentablemente, fue mucho más triste que el de Biestro. Cuando el Karnicerus consolidó su fantasía fundacional masculina, comenzó a considerar la posibilidad de ampliar horizontes e incorporar también una rama femenina. Ni lerdo ni perezoso, se agenció una semi-monja austríaca que fungía de misionera en Añatuya y que se convirtió, de hna. Cristina Neckam, en sor María de Algunacosa y primera superiora de la nueva comunidad, y encomendó a Nadal la organización de la nueva fundación. Y así nacieron las monjitas grisazuladas o matarazas que, en sus comienzos, fueron bautizadas por los jocosos seminaristas kukuses como las “nadalindas” a lo que ellas, de un modo muy femenino y delicado, respondieron apelándolos “bueludos”.

Como era de esperar, las monjas se reprodujeron a una tasa mucho mayor que los curas y, poco a poco, el pobre Nadal se vio desbordado e, imposibilitado de atender seminario y noviciado femenino, dejó el primero y dedicó, para su desgracia, toda su fuerza al segundo. Cuando pocos años después, la Neckam descubrió la gran mentira kukusa y dejó, junto con cincuenta señoritas, la naciente fundación, también Nadal se rebeló y consideró su deber denunciar la estafa karnicera. No dudó, entonces, en hablar con los medios de comunicación mendocinos que aprovecharon la veta del escándalo, para reportearlo y esparcir por todo el país las vergonzantes verdades escondidas. K. y sus muchachos juraron venganza y comenzó la persecución al traidor quien debió refugiarse, a fin de salvar su vida (literalmente), en la diócesis de Río Gallegos. Hoy, con las aguas ya calmadas, es prudente confesor en San José de Flores.

Como corolario, es oportuno destacar que el Karnicero había quedado solo en el liderazgo de su fundación. De los tres originarios, uno había muerto tristemente en su parroquia porteña y el otro había sido defenestrado y arrojado a las ventosas soledades patagónicas. Ya nada lo detendría.

El cargo de Director espiritual lo detentaba el P. Ramiro Sáenz. Esbelto y garboso, era un cheto mendocino que se había ordenado sacerdote luego de sus estudios en Paraná adonde había ido siguiendo a su tío el jesuita. Poseedor de un módico savoir faire que le otorgaba un cierto ascendiente y liderazgo hacia los jóvenes, había reclutado un buen número de ellos desde su puesto de vicario de la catedral de Mendoza. Mons. Rubiolo, el arzobispo, alarmado, lo destinó a una parroquia periférica y de clase media baja, a fin de neutralizarlo cosa que, por supuesto, no ocurrió. Ramiro ya se había convertido en el líder del extenso y potente movimiento laical mendocino, y era secundado por otros presbíteros que, de buena o mala gana, aceptaban sus encantos y la reverencia que le prodigaba la conservadora sociedad mendocina.

Por otro lado, Ramiro había tomado parte en la importante escisión que había fragmentado para siempre al fuerte laicado cuyano. Cuando la situación de la Iglesia universal se volvió insostenible y las esperanzas en el papa polaco defraudaron a quienes habían esperado un cambio, un grupo de laicos mendocinos, liderados por el prestigioso profesor universitario Rubén Calderón Bouchet, abrieron una capilla doméstica en la que un cura viejo celebraba clandestinamente la Misa tradicional, sacerdote éste que también era vicario catedralicio. Según cuenta el anciano damnificado, Ramiro no tuvo ningún reparo en denunciarlo al arzobispo quien, por supuesto, lo expulsó de su jurisdicción yendo a parar el pobre con sus huesos a la FSSPX. Si esto es verdad, se comprueba una vez más que el garbo y la prestancia no son sinónimos siempre de caballerosidad.

Embarcado de lleno en la aventura fundacional, Ramiro dejó su parroquia lujanense y se trasladó a San Rafael, sólo por unos meses porque luego fue enviado a Roma a completar sus estudios teológicos – espirituales. Pareciera que en la Urbe no sólo adquirió un buen bagaje de conocimientos sino que también desarrolló habilidades artesanales – deportivas, como la “pesca en la pecera” porque, a su regreso al seminario de San Rafael, del que fue nombrado Padre Espiritual a pesar de su juventud, se dedicó a seleccionar a los mejores y más valiosos jóvenes que entraban al mismo como seminaristas del clero secular y a hacerles descubrir su vocación religiosa transfiriéndolos luego a la Finca. Lo que se dice una Quinta Columna karnicera en el Seminario.

Cuentan los testigos de esa época que el P. Ramiro participaba asiduamente de todas las actividades comunitarias kukusas, incluso de las periódicas renovaciones de votos, de un modo público, y a nadie escondía su pertenencia al IVE. Sin embargo, no iba a durar mucho esta pertenencia ya que, cuando la cosa se le empezó a poner fea a Buela con el episcopado argentino y aún no había conseguido el padrinazgo de Sodano (Bacciamo le mani, Emminenza!) y se hablaba de un modo insistente y autorizado de la disolución del Instituto y de la dispersión penitente de su miembros, Ramiro descubrió de modo súbito y espontáneo que su vocación religiosa había desaparecido y anunció su vuelta al clero diocesano de San Rafael. Y así, continuó un tiempo más en el seminario hasta que uno de los Ordinarios sanrafaelinos decidió exiliarlo en la lejana parroquia de Malargüe donde realiza una buena obra, criticando a la Bersuit y al Código Da Vinci, entre otras cosas.

Estos fueron los formadores mayores del Seminario. Luego vinieron los formadores menores, a los que apenas se les puede dedicar algún parrafito. El P. Gastón Dedyn, sucesor de Ezcurra en el rectorado, llegó con lustre de haber sido cartujo por algunos meses (y de haber salido, entre otras cosas, porque la regla cartujana no preveía la adoración al Santísimo). De él no hablaré por razones de amistad familiar. Asumió luego el P. Miguel López, decisión que probablemente el Obispo de turno haya tomado en estado de profunda y completa ebriedad, pues nadie en sus cabales podría haber pensado que este joven sacerdote, natural de Feliciano (Entre Ríos), tenía las condiciones para asumir tamaña función. Pero, como los curas sanrafaelinos afirman que “La gracia supone la naturaleza, o la crea”, habrán esperado una obra creadora que jamás llegó. En efecto, los profundos e inveterados límites intelectuales del preste se mantuvieron contra viento y marea para pesar y suplicio de los seminaristas de esas épocas quienes recuerdan el régimen KGB que se habían impuesto en el Seminario, con delatores agazapados detrás de la más inocente amistad y con espías esparcidos por la noche reportando la hora en la que cada cual apagaba la luz y las lecturas que realizaba. El P. López es ahora Rector del seminario menor de una recóndita diócesis peruana, actitud de claro desagradecimiento argentino antes nuestros hermanos del Perú que tan bien se han portado con nosotros. Actualmente el rector del Seminario de San Rafael es el Pequeño Hipólito, tan pequeñito y tan módico que mejor lo dejamos ahí.

Queda la última entrega de El Seminario de Hobbes, la más difícil de todas (reportar gossips y testimonios varios es relativamente fácil) en la que trataré de explicar por qué, por ejemplo, un altísimo número de sacerdotes egresados de ese seminario sufren de depresión o bien, dejan el ministerio.


IV (Último)
martes 28 de agosto de 2007 by Wanderer

¿Cuáles fueron los factores que provocaron que el ambicioso proyecto sanrafaelino terminara navegando por las grises aguas de la mediocridad? Intentaré detallar algunos factores que, estoy seguro, no son los únicos. Los Comentadores del blog tendrán oportunidad de agregar algunos otros.

Rigidez espiritual: Desde el primer momento, los superiores del seminario quisieron alejar la espiritualidad mariposona y merengada que estaba (¿está aún?) de moda en la mayoría de los seminarios argentinos. Con buen tino, buscaron una espiritualidad que fuera seria, sólida y varonil, lo cual, ciertamente, era encomiable. Pero cometieron un error bastante grueso: confundir espiritualidad varonil con espiritualidad “macha”. La idea que se instaló poco a poco no fue la formar varones de fe sino “machos de fe”, capaces de ponerle el pecho sin temor al Diablo, a sus pompas y tentaciones. No contaban, claro, con que el diablo es un ángel, y “ángel mata a macho”. Y así, comenzaron a formar machitos infatuados en sus propias fuerzas, la que les daba carrera para pocos metros, como después se vería.

El segundo paso fue asimilar este tipo de espiritualidad con la ignaciana o, mejor, jesuítica. Nada puede decirse contra esta escuela espiritual cristiana, fundada por un santo y probadamente eficaz durante varios siglos. Pero se trata, claro, de una escuela más, bastante moderna por cierto, dentro del universo de la espiritualidad cristiana. Y así como en la casa del Padre hay muchas moradas, también la Iglesia, en su secular sabiduría, ofrece a sus hijos distintos caminos para llegar a esa morada. Cada uno elegirá el que más le convenga según su propia personalidad. Pero los superiores de San Rafael, kirchneristamente, optaron por imponer, manu militari, un único sistema espiritual, con prescindencia absoluta de cualquier otro. Si bien se leía a Santa Teresa de Jesús y a San Juan de la Cruz, por ejemplo, eran consideradas meras lecturas informativas y no propiamente aplicables a la vida diaria. Es que el jesuitismo permitía concretizar actitudes y obras que demostraban a los demás y a sí mismo, el grado de machismo (¿o machez?) que se había alcanzado: cilicios, ayunos, vigilias, agere contra y demás artilugios desatinados y enloquecidos comenzaron a formar una dura costra en las almas noveles de los seminaristas. Era una costra de cerrazón y enfatuamiento, y se la tomó por virtud y solidez; pretendió blindarlos del demonio, del mundo y de la carne, y terminó ahogando y malformando su afectividad y su psicología.

Esta hegemonía de un jesuitismo de la peor decadencia se manifestó en un sin fin de factores. Cito algunos:

(a) El silenciamiento y menosprecio de cualquier espiritualidad que no fuera la ignaciana, consecuencia de lo cual los seminaristas no tenían la más mínima posibilidad de aspirar a otra opción. Y no era el caso que buscaran el camino neocatecumenal o los almíbares de Chiara Lubich. Se comentaba de un seminarista que tuvo el atrevimiento de afirmar que la espiritualidad ignaciana no le hacía bien y que prefería la dominicana. Por cierto, tuvo que dejar el seminario entre las miradas burlonas de los machitos que se preciaban de impedir cualquier atisbo de amariconamiento entre ellos.

(b) La imposición cruel de los ejercicios de piedad jesuitas y contrareformistas: largos y tediosos via crucis semanales eran nada frente a las dos aberraciones que se instalaron en la calle Tirasso y que, seguramente, aún seguirán allí. Y digo aberraciones por lo de “las verdades vueltas locas” de Chesterton. Ellas son: los ejercicios ignacianos y la adoración diaria al Santísimo. Ambos ejercicios piadosos son buenos y altamente recomendables, en su justo tiempo y medida. Desbocados, como cualquier cosa buena, son dañinos y, en este caso, demoledores. Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio eran el único tipo de retiro espiritual que allí se predicaba: anualmente de cinco días, mensualmente de un día, y todos debían pasar, además, durante su estancia en el seminario, por los ejercicios de mes. ¿Se podía conservar la cordura después de tanto machaque psicológico? ¿Es que no había otra posibilidad de retiros espirituales? ¿Es que las únicas meditaciones efectivas eran las "Dos banderas" y el “¿Qué he hecho por Cristo? ¿Qué he de hacer por Cristo?”? ¿Es que cualquiera estaba capacitado para predicar los ejercicios? Porque una cosa es que los predicara Ezcurra y otra, muy distinta, la masacre que significaban los cincos días de predicación ignaciana de Miguel López, como recuerdan los memoriosos.

Muy impío sería yo si hablara mal de la adoración al Santísimo, pero sí creo poder observar lo siguiente: no es una práctica de la tradición de la Iglesia. Desconozco el dato con exactitud, pero no creo que se remonte más allá del siglo XVII o XVIII, y no existe en la Iglesia Oriental. La eucaristía siempre fue considerada por los cristianos como un alimento, y no como un objeto de adoración en sí mismo. Cuando en el siglo XIII, por circunstancias teológicas concretas, se comienza a rendirle culto, éste se orienta exclusivamente a la eucaristía como panis angelorum. Basta leer el oficio del día del Corpus Christi compuesto por Santo Tomás: invariablemente el sentido de todos los textos eucarísticos es el de alimento. Por otro lado, cuando se populariza la adoración al Santísimo, siglos XIX y XX, siempre será como un hecho extraordinario: exposición y bendición los domingos por la tarde en la iglesia parroquial, el ejercicio de las Cuarenta Horas una vez al año, y poco más que eso. La adoración perpetua era patrimonio de algunas comunidades religiosas de surgimiento muy reciente en la historia de la iglesia pero, en todo caso, propio de espiritualidades particulares y definidas. Fue un desatino del seminario de San Rafael la imposición de una hora de adoración todos los días. Con ello pretendieron moderar la vida espiritual de los seminaristas, reglar sus tiempos y crear sus hábitos; pretendieron, en definitiva, uniformar al Espíritu, que “sopla donde quiere”. En realidad, no uniformaron nada sino que deformaron toda, o casi toda, la vida espiritual de los pobres muchachos.

Activismo o exitismo pastoralista: En los primeros años del seminario, llegaba a la casona de la calle Tirasso el adolescente de dieciocho años que la noche anterior había estado de guitarreada con sus amigos del barrio, a las pocas horas le imponían la sotana y, el fin de semana siguiente, ya estaba en una parroquia dando catecismo, en medio de la gente que le llamaba “padre”. No es ficción. Es real. ¿Cómo explicar tamaña insensatez? Simplemente por el afán pastoralista y exitista propio del seminario de San Rafael. El cura y el seminarista exitosos en lo pastoral se convertían, en el imaginario del grupo, en el objetivo a alcanzar y en la coronación de toda vida sacerdotal. Muchos recuerda al bueno del Pete, con su tamaña figura y su vozarrón de trueno, capaz de movilizar, a sus veinte años, a cientos de jóvenes. ¡Quién no quería ser como el Pete! Si hasta los mismos párrocos se peleaban para que los superiores lo destinaran a sus parroquias. Y el pobre muchachito, como tantos otros, vivía la semana en la ansiosa espera de su actividad pastoral y de sus arrasantes campañas de salvación de almas.

El derramarse continuo, el formarse para la acción, la urgencia pastoralista y la ficticia responsabilidad creada sobre almas que jamás les pertenecieron hicieron daño. Pensaban que la vocinglería procesionista era suficiente para justificar una vida sacerdotal. Creyeron que el “¡Te fregaste, Catrico!” bastaba y, tristemente, el Catrico terminó fregando a varios.

Me atrevo a decir que la mayoría de los curas salidos de San Rafael centraron su vida en el torbellino de la actividad desaforada. Se destruyeron. Una anécdota ilustrativa: hace algunos años me encuentro casualmente con un cura de San Rafael a quien había conocido bastante en su años de seminarista (uno de los apadrinados de mi dadivosa abuelita), y este fue el diálogo: Yo digo: “¿Cómo estás? Tanto tiempo...”. Él responde: “Muy bien. Estoy organizando un campamento para los chicos y van a ir como cincuenta. El año pasado fueron veinte. Así que me va muy bien”. Es real. No es ficción. Pobre curita, me dio lástima.

La manija: En el seminario de San Rafael, la “manija” y el “manijero” eran expresiones diarias. Lo grave es que, para muchos, la vocación sacerdotal fue una vocación a manija, y así fueron las consecuencias. La manija se revela ciertamente efectiva para mantener a los jóvenes en el seminario en medio de las crisis propias de su edad: el apostolado, la salvación de las almas, la teología tomista, la lucha contra el progresismo y contra el marxismo, y el Christus vincit frente al Cornudo, son modos de canalizar, o sublimar, el hervidero hormonal y las ansias propias de ese momento de la vida. El problema es basar una vocación, que comprende la vida entera, en la manija. Ésta se revela inútil cuando los años de seminario pasaron, cuando se llevan diez años de sacerdocio y cuando ¡cataplún! una aparición femenina, un perfume o una cabellera despierta lo que se creía definitivamente dormido, y el pobre cura está a un tris de echar todo por la borda. Basta releer Manon Lescaut para aprender en la experiencia ajena del caballero Des Greiux. Prévost sabía de lo que escribía, y su fina psicología le vendría bien a más de un formador.

La manija tampoco es efectiva para afrontar el Demonio de Mediodía, cuando el tedio y la rutina, cuando la aparente vacuidad de la propia vida se alzan casi invencibles día a día, y la imaginación traiciona al curita mostrándole con habría sido su vida de otro modo: una esposa, los hijos, una profesión, progresos materiales..., y le susurra al oído: “Aún estás tiempo”. Y si el pobre vuelve los ojos hacia atrás, divisa la manija de sus años jóvenes girando enloquecida, pero ya no la percibirá como un modo de superar la crisis, sino que la enorme tentación será considerar que su elección de vida se debió, simplemente, a una manija de juventud, a una inconsciencia motivada por altos ideales. Jamás fue llamado, todo fue una ilusión.

¿Por qué los formadores del seminario nunca desalentaron el estilo manijero? ¿Por qué, por el contrario, solían preocuparse en hacerla girar, y le daban un par de vueltas cuando comenzaba a detenerse? Quizás porque ellos no fueron más que unos improvisados. Y terminamos entonces con lo último:

Improvisación: El seminario de San Rafael surgió como una gran improvisación. Ya escribí sobre sus orígenes y sobre la mano de obra desocupada que dejó las tropelías de Karlic en Paraná, pero su fundación fue fruto de un acto voluntarista. Y, como sabemos, la buena voluntad no es suficiente. Afirmar lo contrario, además de kantiano, sería negar la evidencia y la experiencia. Nadie duda de la buena voluntad de Kruk, Ezcurra, Sáenz y demás, pero ¿era eso suficiente para fundar un seminario? Evidentemente no. Faltó preparación, faltó equilibrio, faltó experiencia, faltó sabiduría, falto dinero, faltaron habitaciones, faltó comida, y tantas, tantas faltas apenas si forman un vacío.