Publicado en el blog Wanderer en cuatro entregas en
el año 2007. Luego desapareció de esa página.
Primera
entrega
miércoles 25 de julio de 2007 by Wanderer
Thomas
Hobbes dedica la cuarta parte de su Leviathan
a realizar una severísima crítica a la Iglesia católica basada en la eterna y
conocida mitología que utilizan sus enemigos cuando quieren atacarla. Sin
embargo, en medio de las burdas mentiras y patrañas que allí escribe el
pensador de Malmesbury, es posible encontrar algunas afirmaciones verdaderas,
en particular una de ellas que me interesa destacar en este post. Denostando a
las Universidades, y seminarios, católicas afirma que allí no se enseña más que
oscuras teorías basadas en el aristotelismo y que, si alguno de los estudiantes
pretende levantar la cabeza por encima de la media, la institución se las
arreglará para hallarlo culpable de pactos diabólicos.
Lamentablemente,
y en base a los múltiples testimonios que he escuchado, aquí Hobbes tiene razón.
En algunos seminarios argentinos el que piensa, pierde, y pierde en serio, aún
su puesto dentro del mismo seminario. Ya hice referencia a que esto ocurría en
el seminario de la FSSPX y, también, en el seminario diocesano de San Rafael, y
a éste quiero referirme en esta ocasión. Y así como cuando escribí sobre el
Seminario de San Luis fue necesaria una introducción histórica y biográfica, lo
mismo ocurre en este caso. Veamos.
La
diócesis de San Rafael comprende los territorios del sur de la provincia de
Mendoza. Creada en 1961 por Juan XXIII, tuvo como primer obispo al finado
cardenal Primatesta. Siempre fue considerada una diócesis trampolín y eso
ocurrió en la rápida sucesión episcopal de sus primeros años. Es que, seamos
honestos, ¿a quién podía interesarle presidir una diócesis periférica si las
hay, perdida en medio del desierto cuyano, con una población proveniente
exclusivamente de la inmigración reciente, con todas las características de
middle class que esto implica y, para colmo de males, diezmada de sacerdotes? A
nadie, salvo a un hombre de Dios como fue su cuarto obispo, Mons. León Kruk,
que la gobernó desde 1973 hasta su sospechosa muerte en 1991.
Mons.
León Kruk había nacido en Apóstoles (Misiones), hijo de padre polaco y madre
ucraniana, combinación de resultados impredecibles como pudimos percatarnos
luego del eterno pontificado de Juan Pablo II, quien poseía también el mismo
componente genético. Ordenado sacerdote en la arquidiócesis de Corrientes, se
dedicó con celo a las tareas apostólicas propias de su estado lo que le mereció
(eran otros tiempos) ser nombrado obispo de la remota y escondida diócesis
cuyana. Y allí permanecería por el resto de sus días, aunque a los pocos años,
como correspondía, sus hermanos en el episcopado se acordaron de él y le
ofrecieron el arzobispado correntino, el cual rechazó, seguro de que Dios lo
quería allí, en el desierto.
Su
preocupación más grande, durante la mayor parte de su gobierno, fue la crónica
escasez de sacerdotes que padecía, contra la cual luchó de diversos modos: con
la oración (sacerdotes que lo conocieron aseguran que pasaba la noche de todos
los jueves en oración suplicando por esta intención), reclutando vocaciones
autóctonas y enviándolas a estudiar a Rosario, y aceptando seminaristas oriundos
de otras diócesis que eran rechazados por sus obispos por la condición que
ponían: estudiar en el seminario de Paraná. Hablamos, claro, de la época dorada
de esta institución, los tiempos de Mons. Tortolo, del P. Ezcurra, de Fr.
Marcos González O.P. y del jesuita Alfredo Sáenz. De ese modo, poco a poco, la
pequeña diócesis comenzó a ver seminaristas ensotanados durante las vacaciones
estivales, que no decía “iegó” sino “shegó” y que provenían, la mayoría de
ellos, de la tranquila y católica vecindad de Bella Vista, “del otro lado”, por
supuesto, y que eran ex alumnos del Don Jaime. Los jóvenes eran dirigidos a San
Rafael por los mismos sacerdotes formadores de Paraná y por algunos otros entre
los que se contaba, cómo no, nuestra conocido Karnicero quien, por
esos entonces, regenteaba la parroquia de la populosa y nada paqueta Villa
Progreso en la diócesis de San Martín, se dedicaba a construir el nuevo templo
parroquial con Vía Crucis de concreto y campanario con altoparlates en el que
sonaran las campanas de San Pedro y a recibir a los visitantes en pijamas. Es
importante destacar que ya revoloteaba por esa loca y calva cabecita el
megaproyecto fundacional (ya había pasado la memorable jornada del 3 de mayo de
1981, día de la gloriosa inspiración divina), el que había sido propuesto a su
propio obispo, Mons. Menéndez, quien lo había sacado escarpiendo, para bien del
segundo cordón del conurbano bonaerense.
Y fue en
ese momento histórico, años 1983 y 1984, cuando se alinearon los planetas o se
amalgamaron los factores que produjeron, finalmente, la fundación del seminario
de San Rafael. Los hechos más relevantes fueron:
1) El
desembarco de Mons. Karlic en el arzobispado de Paraná y la posterior
prescindencia de los mejores formadores del seminario, entre ellos Ezcurra,
González y Sáenz, lo cual implicaba la existencia en el país de una calificada
y desocupada mano de obra.
2) El
antiguo y ahora urgente deseo de muchos sacerdotes de conformar una “sociedad
sacerdotal” bajo alguna forma canónica que les permitiera, sin ser religiosos,
librarse de las arbitrariedades episcopales y poder vivir su sacerdocio en su
propio estilo conservador.
3) La
endémica falta de sacerdotes de la diócesis de San Rafael.
4) Las
chifladuras e histerismos de Mons. Laise que impedían, a juicio del
establishment presbiteral conservador de Argentina, confiar en su seminario
como opción al cierre de Paraná.
Ni lerdo
ni perezoso, Karloncho, que de tonto no tiene un pelo, cayó en la cuenta de que
esa era su oportunidad y se adueñó del liderazgo del provecho ante la
(¿culpable?) pasividad de los otros protagonistas de la situación. Fue así como
se presentó en el obispado de San Rafael, gracias a los buenos oficios de un
reciente y meritorio sacerdote formado en Paraná, Fernando Yáñez, y le propuso
al obispo la fundación de un seminario diocesano y, paralelamente, de un
instituto religioso. El staff de formadores se compondría por aquellos
sacerdotes expulsados o postergados por sus obispos que aseguraban la fidelidad
a la Iglesia y al papa polaco. Y Mons. León Kruk aceptó la aventura a sabiendas
de los problemas y rechazos que provocaría en el episcopado argentino, aventura
que terminaría costándole la vida, al menos en cierto sentido.
¿Por qué
el hombre de Dios que fue Mons. Kruk aceptó la propuesta bueluda? También aquí,
creo, se combinaron varios factores:
1) Su
obsesión por la falta de sacerdotes que padecía la diócesis.
2) Sus
simpatías conservadoras cuya permanencia y solidificación en el país le
aseguraba la propuesta de Karloncho.
3)
Quizás, y en esto tengo dudas, la conciencia de que era esa la voluntad de Dios
y que él era el instrumento de ejecución de tamaño proyecto. La Providencia
Divina lo había ubicado en el kairós lo que provocaría la resurrección de la
verdadera fe católica en Argentina.
4) El
verso endulzante de un “porteñito canchero” (la expresión es de alguien más
malvado que yo) como era, y es, Karloncho, que pudo envolver fácilmente al
rusito provinciano que era Kruk, por más carácter episcopal que tuviera.
El lugar
físico, providencialmente, ya estaba. Se trataba de una casona estilo colonial
inglés que se ubicaba al costado de la bodega de una familia gringa que la
había donado para fines seminariles. Con parcas adaptaciones, debido a la
escasez de dinero y a los ideales ascéticos que guiaban al obispo, la casa
abrió sus puertas el 25 de marzo de 1984, con Karloncho como primer rector y un
grupo de más de veinte seminaristas, algunos nuevos, provenientes de Buenos
Aires fruto de la propia cosecha del Karnicero y del P. Lojoya, y otros fugados
de San Luis.
No tengo
los datos, ni el tiempo ni las ganas de hacer una historia del seminario de San
Rafael. Sólo diré que Buela permaneció en el puesto rectoril sólo un año, el
suficiente para conseguir el dinero suficiente para comprar las abundantes
hectáreas de fértil terreno de El Chañaral que constituiría la “Finca”, mítica
casa madre kukusa. Se dice, aunque no tengo datos ciertos, que el donante era
un adinerado descendiente de ucranianos y habitante de San Rafael quien luego
sería literalmente esquilmado por los Kukús y donaría también la gran y
céntrica construcción donde establecerían una parroquia, además de muchos,
muchos dinerillos que, prácticamente, lo dejaron en la calle. Como premio
obtuvo una sepultura en el minúsculo y privilegiado cementerio kukú y, supongo
yo, Dios le habrá pagado de otro modo, mucho más glorioso y gozoso. ¡Pobre
Juancito!
A inicios
de 1985, Karloncho fijó su sede en la Finca y allí se llevó a sus primeros
seminaristas, quienes continuarían recibiendo las lecciones filosóficas y
teológicas durante varios años en el seminario diocesano. Este último vio
acrecentado abruptamente el número de sus estudiantes debido a la huida masiva
de seminaristas de Paraná (¿se justificó tamaña huida? Véase el escolio), otros
varios de San Luis y jóvenes nuevitos entusiasmados por el proyecto
sanrafaelino que era presentado, irresponsablemente, por muchos sacerdotes y
laicos con características cósmicas: allí se formaría el ejército de los
apóstoles de los últimos tiempos, fieles a la Iglesia y al Papa, que salvarían
a la Patria y quizás a la humanidad entera del error y de las acechanzas
diabólicas.
El equipo
sacerdotal de formadores que permanecería durante algunos, y con quienes el
seminario adquiriría un discreto brillo (muy alejado de la opacidad que lo
caracterizó en años posteriores hasta la actualidad), estaba integrado por el
P. Alberto Ezcurra (Rector); P. Carlos Biestro (Prefecto de Estudios); P.
Carlos Nadal (Prefecto de Disciplina) y P. Ramiro Sáenz (Director Espiritual).
Sobre ellos y sobre la formación que se impartió hablaré en el próximo post
porque este ya se hizo muy largo y yo tengo que trabajar.
Escolio:
Tengo mis dudas acerca de si la masiva huida de seminaristas de Paraná fue
justificada. Significó, sin más, diezmar ese meritorio seminario y debilitar la
arquidiócesis que había sido de Mons. Tortolo. Es verdad que Karlic había
echado a los formadores más importantes y capacitados y es verdad que los
focolares y otros grupos progresistas habían cobrado un poco más de fuerzas,
pero eso no implicaba que se abandonaría la doctrina católica en la enseñanza
de los seminaristas. La única herejía que, según dicen, se había comenzado a
enseñar era que Nuestro Señor no había tenido visión beatífica, pero no me
parece que eso fuera lo suficientemente grave para tomar la actitud que se
tomó. ¿Qué decir del apoyo en sordina o a viva voce que tuvieron de algunos de
los sacerdotes exonerados? ¿Y de la voluntad receptiva de Mons. Kruk? No lo sé.
No puedo ni quiero juzgar a personas que me sobrepasan por varios cuerpos en
sabiduría y santidad. Permítanme, tan solo, dudar de lo prudente de la
decisión.
Segunda
entrega
miércoles 1 de agosto de 2007 by Wanderer
Con el
permiso presunto de un apreciado lector de este blog, reproduzco en forma de
post su largo y enjundioso comentario, a fin de facilitar su lectura, que
merece ser hecha paciente y reflexivamente.
Estimado
Wanderer:
Pero,
pero... ¿qué pasó? ¿Qué pasó en San Rafael, en el fondo? Digo, ¿no?, más
adentro, en las profundidades de los corazones, de los espíritus, allí donde se
juega el verdadero partido. ¿En el fondo qué pasó?
Me
pregunto esto porque su cronología de los acontecimientos que llevaron al cisma
entre los curas Buela, por un lado, y Ezcurra y Sáenz, por el otro, fue una
cosa tremenda y habría que bucear un poco en el asunto, aunque no presumimos de
“escudriñar las entrañas” que eso, ya se sabe, sólo le incumbe a Dios.
Y
disculpe si me alargo un poco, que aquí hay mucha tela para cortar.
Alguien
repetía por aquellos días, como restando importancia a la cosa: es pelea de
curas, no más. Como si la “pelea de curas” fuera una categoría en sí misma, y
no el resultado de una división más profunda y que tendría consecuencias...
¿qué diré?... graves.
Y lo
primero que hay que decir es que nos tomó a todos por sorpresa (escribo esto,
para que la próxima vez, no nos tomen por sorpresa, con esto, con lo que sea).
Sé
bastante sobre lo que pasó. Pero mucho más es lo que tengo que adivinar.
Permítame, estimado Wanderer, intentar ponerlo por escrito.
Para eso,
tendré que ponerme en el lugar de Ezcurra, más que de Sáenz, quizá por una
cuestión de afinidad temperamental, quizá porque el pobre Ezcurra ya no está
entre nosotros para desmentirme (escribo esto en un escritorio presidido por su
fotografía, y desde allí, como siempre, me sonríe).
Buela,
Sáenz y Ezcurra compartían una gran convicción y coincidían, sin duda, en que
el progresismo era un cáncer que roía a la Iglesia Católica y que había que
combatirlo con cuantas armas uno tuviese al alcance. Y así, fueron a coincidir
en que había que mudar la obra de Paraná a otra diócesis donde había obispo que
les diera el mínimo cobijo para la formación de jóvenes seminaristas según la
estética, las reglas, el espíritu y la doctrina que Sáenz -con la
desinteresada colaboración de muchos- había logrado insuflar a lo
largo de diez fructíferos años bajo los auspicios de Mons. Tortolo. Allí, pese
a las apariencias, Sáenz era el mandamás, sin que a nadie se le ocurriera
disputar la conducción, que, por lo demás, era tan natural cuanto humilde.
Contando con la lealtad de muchos, empezando con la de Ezcurra, hizo una fina
obra (de la que da testimonio su espléndida revista, Mikael), sin lugar a
dudas.
Pero el
demonio hizo una mejor.
Veamos un
poco:
1) En el
seminario diocesano de San Rafael, Alfredo Sáenz no podía comandar la cosa,
porque la Compañía no se lo permitía (y porque él no quiso -o no pudo-dejar de
ser jesuita).
2) Mons.
Kruk, Alfredo Sáenz y Carlos Buela resolvieron entonces, unánimemente que el
timón quedaría a cargo de Ezcurra. Por lo que pasó después, quizá no sea
ilícito preguntarse si Buela se sintió defraudado al no haber sido elegido él
para capitán de la cosa.
¿Y qué
pasó, en el fondo? Hay cosas que con el paso del tiempo se ven más claramente.
Poco a
poco, Sáenz se vio limitado por sus superiores jesuitas y su influencia en San
Rafael progresivamente disminuyó.
Quedaban
los otros dos. Ezcurra y Buela eran espíritus sustancialmente distintos, uno
refinado, el otro, no. Ezcurra era de tradición nacionalista, Buela siempre los
despreció (“Son unos boludos, querido, ¿no te das cuenta?”). Ezcurra era
“sátwico”, un espíritu religioso, paciente, atento a las realidades más
sagradas. Buela era más “rajásico”, un espíritu más fáustico, más impaciente,
menos dado a la contemplación y con una cierta convicción interior de que
estaba llamado por Dios a realizar una Gran Obra. Ezcurra “perdía el tiempo”,
conversando con los seminaristas, destilando alcoholes, comiendo asados con
sindicalista, visitando a viejos camaradas, leyendo a Guénon (¿qué podía pensar
Buela, viéndolo denunciar el “Reino de la Cantidad”?) o, quizá, adivino,
disimulando lo más posible los primeros síntomas de una enfermedad que lo
llevaría a la tumba.
Buela
tampoco se quedaba quieto. Pero la diferencia entre estos dos, creo, es que
Buela estaba in-quieto. Su entusiasmo por el Papa Polaco no tenía límites: el
Papa había vencido el comunismo, destruido a Lefebvre, tenía razón en todo, la
comunión en la mano, Asís, el concilio había sido una maravilla, etc. etc… y creía
que comenzaría la Gran Restauración que su mentor, Meinvielle, había anunciado
(y por la que ofreció sus últimos dolores y agonía, antes de morir).
Creía,
con Meinvielle, en un gran éxito temporal de la Iglesia Católica. Ezcurra, con
Castellani, no estaba tan seguro.
De una
cosa podemos sí, estar seguros: Buela no estaba conforme con lo que se había
logrado hasta entonces. Quería más. Esto lo tradujo en términos un poco
bestiales (no se le pida a un carnicero demasiada distinción): la vida
religiosa es superior a la vida secular, ergo, conviene dedicarse a lo que es
superior.
Y se hizo
superior de una congregación religiosa, fundada por él y cuyas huestes debían
multiplicarse, como fuera. Esta leva también se llevó a cabo a lo bruto, en el
espíritu de “quien no está conmigo, está contra mí”, y ciertamente que Buela no
se privó de armar una suerte de Boca-River entre quienes lo seguían y quienes
preferían quedarse en el seminario diocesano.
Su
ensañamiento contra quienes no querían ser “superiores” ingresando a las filas
de la nimbada “Congre” es cosa que sólo se verá en el Juicio Final. Aunque,
claro está, también allí se verán otras iniquidades de entonces, además de las
que siguieron luego.
De todos
modos, Buela le imprimiría su carácter a la famosa Congre y desde entonces su orga lleva esas, sus queridas notas
distintivas: los laicos tienen vocación, a menos que demuestren lo contrario;
los religiosos son superiores a los del clero secular y nosotros, los Kukús,
somos superiores a otros religiosos. Biestro hace vida vegetativa, Ramiro es un
traidor, Sáenz está preso y no entendió la cosa, Caponnetto es un nacionalista
boludo, Mihura habló mal del Papa, los de Bella Vista son intelectuales al pedo
que en su soberbia no quieren encolumnarse, etc. etc.
Quizá se
les escapó la ironía de Castellani:
Nosotros
somos los buenos,
Nosotros,
ni más ni menos.
Los otros
son unos potros,
comparados
con nosotros.
La prueba
está en que ahora somos más de 1.200 (“¿No te das cuenta, querido?” -lo de
“querido” viene de Meinvielle, y subraya la convicción común de que sí señor,
se viene la Gran Restauración, querido, ¿no te das cuenta?).
¿1200?
¿Son 1200? Sí, señor, y estamos en Papúa, en Guinea y en la Cochinchina. Y
tenemos status de Congregación (después de años de invocarla, sin tenerla... como
si Blumberg se recibiera hoy y dijese, “¿no ven que era ingeniero?”).
Así se
expresa el Rey del vacío. Propter regnum
regni, perdere causas.
Cuando
pasó todo esto, allá por el ´83, las cosas no se veían tan claramente. Pero Sáenz,
por ejemplo, quedó profundamente herido por la traición a la más elemental
camaradería: en efecto, Buela inició su Congre
sin darle arte ni parte: esto le haría recordar el pequeño lío que le había
hecho Renaudiere con su fallido intento en Santa Fe. Pero aquí la cosa era
peor, porque Renaudiere nunca fue amigo suyo. Pero Buela, esto era inesperado,
que se largara, así como así, inspirado vaya uno a saber por qué revelación
divina, a una empresa que dividiría los ánimos, los espíritus, el apostolado y
las amistades.
Buela no
pidió parecer a nadie, qué amigos, ni qué niño muerto.
Estaba
inspirado.
Por eso
no le pareció necesario pedir consejo, ni consensuar pareceres, ni acordar
planes con quiénes se había unido para la empresa del seminario de San Rafael:
la vida religiosa es superior, yo soy superior de una congregación religiosa y
quiénes no me siguen en ésta, que se corran.
Porque
son, cómo no, inferiores.
¿Y
Ezcurra? ¿Ezcurra era “inferior”? Sí, claro, como se dice a las claras en las
“Reminiscencias” del carnicero: porque no entendía la vida religiosa.
¿No
entendía Ezcurra? ¿No entendía la vida religiosa? ¿Había cosas que Buela sí
entendía y que Ezcurra no? ¿De veras?
Ezcurra
dejó hacer. Padeció todo esto como si fuera un tumor maligno. Salieron de los
nuestros y no eran de los nuestros. Y luego tuvo cáncer, una multiplicación de
células parecidas a las originales, desordenadamente desparramadas por el organismo,
que finalmente lo mataría. Calló, y en parte porque estaba perplejo ante los
desplantes, arranques y entusiasmos de quién había, al principio, acordado
sujetarse a lo que el Rector del Seminario decidiese. Pero también calló por
caridad, por prudencia y porque tanta alharaca sobre la vida religiosa, y las
vocaciones, y la Gran Obra, y la santidad de Morsella, eran formulaciones
inevitablemente grasas de cosas que merecen un poco más de tiento, de
precisión, de respeto.
Y Ezcurra
no. Era un espíritu distinguido, en el sentido más profundo de la palabra.
Distinguía. Y por amor a lo que amaba, odiaba la manipulación de conciencias,
la ligereza en cosas graves, el ramplón humor de quién se maneja entre cosas
sagradas como si estuviese manejando una carnicería (o un colectivo, el símbolo
más preciado de los Kukús).
No que no
tuviera humor. No que no supiese reírse del mundo moderno. No que fuera un
solemne acartonado. No que fuera uno de los odiados lefebvristas o un progre
o un beatón.
Hay veces
que pareciera que Dios hace las cosas bien: le puso enfrente a Buela a un tipo
que no tenía ninguna de las taras con que se lo pudiese denostar, o agraviar, o
desacreditar. Como dice San Bernardo, hablando del Verbo verdadero, Cristo
Nuestro Señor: “Il s’est rendu si aimable dans cet état”.
Pero,
bueno, claro: no entendía la vida religiosa.
Estuve
con él, con este hombre que no entendía la vida religiosa, toda una mañana, a
escasas semanas de su muerte. Lo quise sonsacar. Quise hacerlo hablar sobre
todo esto. Estábamos en una mesa de un tranquilo bar de Buenos Aires y
disponíamos de toda la mañana. Una y otra vez, ante mis impertinentes preguntas
desviaba suavemente la conversación. Mi interrogatorio fue un fracaso redondo y
al final, me dio un poco de vergüenza insistir: al fin me di cuenta de las
implicancias de su silencio: estaban en juego cosas grandes que no se pueden
zanjar con chismes, dimes y diretes, conspiraciones o bromas fáciles.
Al final,
ganó él y cambiamos de tema.
Que no se
quería morir. Le pregunté por qué. Me dijo que le pedía a Dios que lo dejara
quedarse entre nosotros “unos añitos más”. Le pregunté para qué, para qué
diablos. Me lo dijo, con seráfica sonrisa, como parafraseando “La Unitaria”:
para pelear por El.
Dios
dispuso otra cosa.
Pero
Ezcurra sonríe ahora, estimado Wanderer, no sólo desde la fotografía que
preside mi escritorio. Y en compañía, excelente, de más de 1200 cristianos.
Tercera
entrega
martes 7 de agosto de 2007 by Wanderer
El señor
de Lagarde desarrolló en su Comentario devenido en post la figura del P.
Alberto Ezcurra de un modo sobresaliente por lo que, considero, no es necesario
abundar más en el tema. Continuaremos entonces con el relato y descripción del
resto de los superiores y formadores del seminario de Hobbes, o bien, el
Seminario de San Rafael.
Prefecto
de Estudios fue nombrado el Pbro. Carlos Biestro, un filósofo porteño egresado
de la UBA que se había hecho cura en Paraná. Inteligente, capaz de intuiciones
geniales y de conductas estrambóticas para los gustos estandarizados de la
clericatura provinciana, puso al servicio del nuevo seminario y de Mons. Kruk
sus indiscutibles dotes intelectuales. Y aunque a Biestro se lo consideraba un
intelectual extravagante, capaz de rezar su breviario diariamente caminando por
la mítica calle Tirasso con la posibilidad real e inmediata de pasar, sin
solución de continuidad, de cantar las laudes en la tierra a hacerlo en el
cielo en compañía de querubines y serafines debido a los autos y camiones que a
rauda velocidad debían esquivar su figura contemplante, fue, creo, el único que
jamás sucumbió a la tentación de considerar que los kukús nacientes eran los
apóstoles de los últimos tiempos y que, quienes quisieran asegurar su
salvación, debían integrarse de inmediato al grupúsculo bueludo. Admitamos, sin
embargo, que los kukuses no lo habrán tentando mucho tampoco: sabían que el
presbítero filósofo era lo suficientemente inteligente como para no aceptar la
omnisciente figura del Karnicero y mucho menos someterse a sus dictados. Y así
le fue al pobre Biestro.
En él se
cumplió el título de este post. Él fue el ícono paradigmático que mostró que,
el seminario de San Rafael es, efectivamente, el seminario de Hobbes. Biestro
se tuvo que ir del Seminario, entre gallos y medianoches, en unas vacaciones de
invierno, a fin de conservar la cordura y la salud. Y, seamos honestos, su
partida no se debió a la influencia del Rey del Vacío, sino a la desidia
complaciente del clero secular que en esos momentos regenteaba el Seminario,
encabezado por el P. Miguel López. ¿Por qué se llegó a esa situación? ¿Por qué
permitieron que un intelectual de peso y con prestigio internacional se fuera
sin pena ni gloria, y casi denostado, del seminario del que había sido
co-fundador y al que había servido por casi diez años? Supongo que son varias
las causas y unas de las cuales es, sin dudas, que jamás lo entendieron. ¿Cómo
podrían entender esas parvas cabecitas presbiterales, por ejemplo, que el
prefecto de estudios recomendara a algunos de sus discípulos, junto a la
lectura de San Juan de la Cruz, el Omnibus
Jeeves de Wodehouse? Tamaña distracción, mundana e inglesa, podía dañar los
espíritus aguerridos y varoniles de los seminaristas que debían concentrar
todas su fuerzas en preparar el apostolado del fin de semana. Su estilo de
vida, escasamente comunitario y de reclusión casi perpetua en su cuarto, salvo
las semanales salidas de un día entero a la casa solariega de una gálica
familia tradicionalista, además, era mal ejemplo para los estudiantes y,
¡horror! habían ya pequeños grupos que lo imitaban, resistiéndose a asistir a
las fructíferas convivencias mensuales donde los seminaristas podían jugar
sanamente el fútbol, practicar manteadas a sus compañeros y criticar con
risotadas y procacidades los últimos desvaríos progresistas del episcopado. Por
otra parte, Biestro no era visto casi nunca en la hora de adoración al
Santísimo que diariamente se practicaba en el Seminario, lo cual constituía un
acto de flagrante impiedad. ¿Es que no hacía la meditación? ¿Es que tendría la
ocurrencia de rezar en su cuarto? ¿Es que se pasaría el día rezando el
breviario? (Entre los seminaristas se comentaba que tardaba una hora en recitar
vísperas. ¡Así no hay tiempo que alcance para rezar!).
Y así, a
Biestro le soltaron la mano, y nadie hizo nada por retenerlo. “Muerto el perro,
se acabó la rabia” habrán pensado. Y tenían razón. A algunos de los cachorros
rabiosos ya los habían echado, otros se habían ido, algunos permanecieron y se
ordenaron y siguen tanto o más rabiosos que antes, y otros, los que mostraban
espuma en la boca cuando convenía y, cuando no, se la tragaban, son ahora los
superiores del seminario.
Prefecto
de Disciplina era el P. Carlos Nadal. También porteño, era párroco en la
arquidiócesis de Buenos Aires y muy allegado del cardenal Aramburu que, de
alguna manera, le había asegurado el ingreso a la carrera episcopal.
Entusiasmado
por el proyecto bueludo, no dudó en seguir al Karnicero a San Rafael y
abandonar, meritoriamente, todas sus posibilidades de glorias humanas.
Nadal era
un cura de estilo clásico, el típico presbítero del clero, cumplidor de sus
obligaciones sin estridencias y ni propagandas. Piadoso, educado, dueño de una
cierta elegancia clerical que no condecía con el estilo mugre de la Finca,
siempre fue un poco despreciado por K. y por sus seguidores quienes, de alguna
manera, lo consideraban inferior pero útil para sus designios. Cumplió
correctamente la tarea que le correspondía en el seminario y, según dicen, fue
siempre un buen ejemplo para los seminaristas.
Su fin,
lamentablemente, fue mucho más triste que el de Biestro. Cuando el Karnicerus consolidó su fantasía fundacional masculina, comenzó a considerar la
posibilidad de ampliar horizontes e incorporar también una rama femenina. Ni
lerdo ni perezoso, se agenció una semi-monja austríaca que fungía de misionera
en Añatuya y que se convirtió, de hna. Cristina Neckam, en sor María de
Algunacosa y primera superiora de la nueva comunidad, y encomendó a Nadal la organización
de la nueva fundación. Y así nacieron las monjitas grisazuladas o matarazas
que, en sus comienzos, fueron bautizadas por los jocosos seminaristas kukuses
como las “nadalindas” a lo que ellas, de un modo muy femenino y delicado,
respondieron apelándolos “bueludos”.
Como era
de esperar, las monjas se reprodujeron a una tasa mucho mayor que los curas y,
poco a poco, el pobre Nadal se vio desbordado e, imposibilitado de atender
seminario y noviciado femenino, dejó el primero y dedicó, para su desgracia,
toda su fuerza al segundo. Cuando pocos años después, la Neckam descubrió la
gran mentira kukusa y dejó, junto con cincuenta señoritas, la naciente
fundación, también Nadal se rebeló y consideró su deber denunciar la estafa
karnicera. No dudó, entonces, en hablar con los medios de comunicación
mendocinos que aprovecharon la veta del escándalo, para reportearlo y esparcir
por todo el país las vergonzantes verdades escondidas. K. y sus muchachos
juraron venganza y comenzó la persecución al traidor quien debió refugiarse, a
fin de salvar su vida (literalmente), en la diócesis de Río Gallegos. Hoy, con
las aguas ya calmadas, es prudente confesor en San José de Flores.
Como
corolario, es oportuno destacar que el Karnicero había quedado solo en el
liderazgo de su fundación. De los tres originarios, uno había muerto
tristemente en su parroquia porteña y el otro había sido defenestrado y
arrojado a las ventosas soledades patagónicas. Ya nada lo detendría.
El cargo
de Director espiritual lo detentaba el P. Ramiro Sáenz. Esbelto y garboso, era
un cheto mendocino que se había
ordenado sacerdote luego de sus estudios en Paraná adonde había ido siguiendo a
su tío el jesuita. Poseedor de un módico savoir faire que le otorgaba un cierto
ascendiente y liderazgo hacia los jóvenes, había reclutado un buen número de
ellos desde su puesto de vicario de la catedral de Mendoza. Mons. Rubiolo, el
arzobispo, alarmado, lo destinó a una parroquia periférica y de clase media
baja, a fin de neutralizarlo cosa que, por supuesto, no ocurrió. Ramiro ya se
había convertido en el líder del extenso y potente movimiento laical mendocino,
y era secundado por otros presbíteros que, de buena o mala gana, aceptaban sus
encantos y la reverencia que le prodigaba la conservadora sociedad mendocina.
Por otro
lado, Ramiro había tomado parte en la importante escisión que había fragmentado
para siempre al fuerte laicado cuyano. Cuando la situación de la Iglesia
universal se volvió insostenible y las esperanzas en el papa polaco defraudaron
a quienes habían esperado un cambio, un grupo de laicos mendocinos, liderados
por el prestigioso profesor universitario Rubén Calderón Bouchet, abrieron una
capilla doméstica en la que un cura viejo celebraba clandestinamente la Misa
tradicional, sacerdote éste que también era vicario catedralicio. Según cuenta
el anciano damnificado, Ramiro no tuvo ningún reparo en denunciarlo al
arzobispo quien, por supuesto, lo expulsó de su jurisdicción yendo a parar el
pobre con sus huesos a la FSSPX. Si esto es verdad, se comprueba una vez más
que el garbo y la prestancia no son sinónimos siempre de caballerosidad.
Embarcado
de lleno en la aventura fundacional, Ramiro dejó su parroquia lujanense y se
trasladó a San Rafael, sólo por unos meses porque luego fue enviado a Roma a
completar sus estudios teológicos – espirituales. Pareciera que en la Urbe no
sólo adquirió un buen bagaje de conocimientos sino que también desarrolló
habilidades artesanales – deportivas, como la “pesca en la pecera” porque, a su
regreso al seminario de San Rafael, del que fue nombrado Padre Espiritual a
pesar de su juventud, se dedicó a seleccionar a los mejores y más valiosos
jóvenes que entraban al mismo como seminaristas del clero secular y a hacerles
descubrir su vocación religiosa transfiriéndolos luego a la Finca. Lo que se
dice una Quinta Columna karnicera en el Seminario.
Cuentan
los testigos de esa época que el P. Ramiro participaba asiduamente de todas las
actividades comunitarias kukusas, incluso de las periódicas renovaciones de
votos, de un modo público, y a nadie escondía su pertenencia al IVE. Sin
embargo, no iba a durar mucho esta pertenencia ya que, cuando la cosa se le
empezó a poner fea a Buela con el episcopado argentino y aún no había
conseguido el padrinazgo de Sodano (Bacciamo le mani, Emminenza!) y se hablaba
de un modo insistente y autorizado de la disolución del Instituto y de la
dispersión penitente de su miembros, Ramiro descubrió de modo súbito y
espontáneo que su vocación religiosa había desaparecido y anunció su vuelta al
clero diocesano de San Rafael. Y así, continuó un tiempo más en el seminario hasta
que uno de los Ordinarios sanrafaelinos decidió exiliarlo en la lejana
parroquia de Malargüe donde realiza una buena obra, criticando a la Bersuit y
al Código Da Vinci, entre otras cosas.
Estos
fueron los formadores mayores del Seminario. Luego vinieron los formadores
menores, a los que apenas se les puede dedicar algún parrafito. El P. Gastón
Dedyn, sucesor de Ezcurra en el rectorado, llegó con lustre de haber sido
cartujo por algunos meses (y de haber salido, entre otras cosas, porque la
regla cartujana no preveía la adoración al Santísimo). De él no hablaré por
razones de amistad familiar. Asumió luego el P. Miguel López, decisión que
probablemente el Obispo de turno haya tomado en estado de profunda y completa
ebriedad, pues nadie en sus cabales podría haber pensado que este joven
sacerdote, natural de Feliciano (Entre Ríos), tenía las condiciones para asumir
tamaña función. Pero, como los curas sanrafaelinos afirman que “La gracia
supone la naturaleza, o la crea”, habrán esperado una obra creadora que jamás
llegó. En efecto, los profundos e inveterados límites intelectuales del preste
se mantuvieron contra viento y marea para pesar y suplicio de los seminaristas
de esas épocas quienes recuerdan el régimen KGB que se habían impuesto en el
Seminario, con delatores agazapados detrás de la más inocente amistad y con
espías esparcidos por la noche reportando la hora en la que cada cual apagaba
la luz y las lecturas que realizaba. El P. López es ahora Rector del seminario
menor de una recóndita diócesis peruana, actitud de claro desagradecimiento
argentino antes nuestros hermanos del Perú que tan bien se han portado con nosotros.
Actualmente el rector del Seminario de San Rafael es el Pequeño Hipólito, tan
pequeñito y tan módico que mejor lo dejamos ahí.
Queda la
última entrega de El Seminario de Hobbes, la más difícil de todas (reportar
gossips y testimonios varios es relativamente fácil) en la que trataré de
explicar por qué, por ejemplo, un altísimo número de sacerdotes egresados de
ese seminario sufren de depresión o bien, dejan el ministerio.
IV
(Último)
martes 28 de agosto de 2007 by Wanderer
¿Cuáles
fueron los factores que provocaron que el ambicioso proyecto sanrafaelino
terminara navegando por las grises aguas de la mediocridad? Intentaré detallar
algunos factores que, estoy seguro, no son los únicos. Los Comentadores del
blog tendrán oportunidad de agregar algunos otros.
Rigidez
espiritual: Desde el primer momento, los superiores del seminario quisieron
alejar la espiritualidad mariposona y merengada que estaba (¿está aún?) de moda
en la mayoría de los seminarios argentinos. Con buen tino, buscaron una
espiritualidad que fuera seria, sólida y varonil, lo cual, ciertamente, era
encomiable. Pero cometieron un error bastante grueso: confundir espiritualidad
varonil con espiritualidad “macha”. La idea que se instaló poco a poco no fue
la formar varones de fe sino “machos de fe”, capaces de ponerle el pecho sin
temor al Diablo, a sus pompas y tentaciones. No contaban, claro, con que el
diablo es un ángel, y “ángel mata a macho”. Y así, comenzaron a formar machitos
infatuados en sus propias fuerzas, la que les daba carrera para pocos metros,
como después se vería.
El
segundo paso fue asimilar este tipo de espiritualidad con la ignaciana o,
mejor, jesuítica. Nada puede decirse contra esta escuela espiritual cristiana,
fundada por un santo y probadamente eficaz durante varios siglos. Pero se
trata, claro, de una escuela más, bastante moderna por cierto, dentro del
universo de la espiritualidad cristiana. Y así como en la casa del Padre hay
muchas moradas, también la Iglesia, en su secular sabiduría, ofrece a sus hijos
distintos caminos para llegar a esa morada. Cada uno elegirá el que más le
convenga según su propia personalidad. Pero los superiores de San Rafael,
kirchneristamente, optaron por imponer, manu militari, un único sistema
espiritual, con prescindencia absoluta de cualquier otro. Si bien se leía a
Santa Teresa de Jesús y a San Juan de la Cruz, por ejemplo, eran consideradas
meras lecturas informativas y no propiamente aplicables a la vida diaria. Es
que el jesuitismo permitía concretizar actitudes y obras que demostraban a los
demás y a sí mismo, el grado de machismo (¿o machez?) que se había alcanzado:
cilicios, ayunos, vigilias, agere contra y demás artilugios desatinados y
enloquecidos comenzaron a formar una dura costra en las almas noveles de los
seminaristas. Era una costra de cerrazón y enfatuamiento, y se la tomó por
virtud y solidez; pretendió blindarlos del demonio, del mundo y de la carne, y
terminó ahogando y malformando su afectividad y su psicología.
Esta
hegemonía de un jesuitismo de la peor decadencia se manifestó en un sin fin de
factores. Cito algunos:
(a) El silenciamiento y menosprecio de cualquier espiritualidad que no fuera la ignaciana, consecuencia de lo cual los seminaristas no tenían la más mínima posibilidad de aspirar a otra opción. Y no era el caso que buscaran el camino neocatecumenal o los almíbares de Chiara Lubich. Se comentaba de un seminarista que tuvo el atrevimiento de afirmar que la espiritualidad ignaciana no le hacía bien y que prefería la dominicana. Por cierto, tuvo que dejar el seminario entre las miradas burlonas de los machitos que se preciaban de impedir cualquier atisbo de amariconamiento entre ellos.
(a) El silenciamiento y menosprecio de cualquier espiritualidad que no fuera la ignaciana, consecuencia de lo cual los seminaristas no tenían la más mínima posibilidad de aspirar a otra opción. Y no era el caso que buscaran el camino neocatecumenal o los almíbares de Chiara Lubich. Se comentaba de un seminarista que tuvo el atrevimiento de afirmar que la espiritualidad ignaciana no le hacía bien y que prefería la dominicana. Por cierto, tuvo que dejar el seminario entre las miradas burlonas de los machitos que se preciaban de impedir cualquier atisbo de amariconamiento entre ellos.
(b) La
imposición cruel de los ejercicios de piedad jesuitas y contrareformistas:
largos y tediosos via crucis semanales eran nada frente a las dos aberraciones
que se instalaron en la calle Tirasso y que, seguramente, aún seguirán allí. Y
digo aberraciones por lo de “las verdades vueltas locas” de Chesterton. Ellas
son: los ejercicios ignacianos y la adoración diaria al Santísimo. Ambos
ejercicios piadosos son buenos y altamente recomendables, en su justo tiempo y
medida. Desbocados, como cualquier cosa buena, son dañinos y, en este caso,
demoledores. Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio eran el único tipo de
retiro espiritual que allí se predicaba: anualmente de cinco días, mensualmente
de un día, y todos debían pasar, además, durante su estancia en el seminario,
por los ejercicios de mes. ¿Se podía conservar la cordura después de tanto
machaque psicológico? ¿Es que no había otra posibilidad de retiros
espirituales? ¿Es que las únicas meditaciones efectivas eran las "Dos
banderas" y el “¿Qué he hecho por Cristo? ¿Qué he de hacer por Cristo?”?
¿Es que cualquiera estaba capacitado para predicar los ejercicios? Porque una
cosa es que los predicara Ezcurra y otra, muy distinta, la masacre que
significaban los cincos días de predicación ignaciana de Miguel López, como
recuerdan los memoriosos.
Muy impío
sería yo si hablara mal de la adoración al Santísimo, pero sí creo poder
observar lo siguiente: no es una práctica de la tradición de la Iglesia.
Desconozco el dato con exactitud, pero no creo que se remonte más allá del
siglo XVII o XVIII, y no existe en la Iglesia Oriental. La eucaristía siempre
fue considerada por los cristianos como un alimento, y no como un objeto de
adoración en sí mismo. Cuando en el siglo XIII, por circunstancias teológicas
concretas, se comienza a rendirle culto, éste se orienta exclusivamente a la
eucaristía como panis angelorum.
Basta leer el oficio del día del Corpus Christi compuesto por Santo Tomás:
invariablemente el sentido de todos los textos eucarísticos es el de alimento.
Por otro lado, cuando se populariza la adoración al Santísimo, siglos XIX y XX,
siempre será como un hecho extraordinario: exposición y bendición los domingos
por la tarde en la iglesia parroquial, el ejercicio de las Cuarenta Horas una
vez al año, y poco más que eso. La adoración perpetua era patrimonio de algunas
comunidades religiosas de surgimiento muy reciente en la historia de la iglesia
pero, en todo caso, propio de espiritualidades particulares y definidas. Fue un
desatino del seminario de San Rafael la imposición de una hora de adoración
todos los días. Con ello pretendieron moderar la vida espiritual de los
seminaristas, reglar sus tiempos y crear sus hábitos; pretendieron, en
definitiva, uniformar al Espíritu, que “sopla donde quiere”. En realidad, no
uniformaron nada sino que deformaron toda, o casi toda, la vida espiritual de
los pobres muchachos.
Activismo
o exitismo pastoralista: En los primeros años del seminario, llegaba a la
casona de la calle Tirasso el adolescente de dieciocho años que la noche
anterior había estado de guitarreada con sus amigos del barrio, a las pocas
horas le imponían la sotana y, el fin de semana siguiente, ya estaba en una
parroquia dando catecismo, en medio de la gente que le llamaba “padre”. No es
ficción. Es real. ¿Cómo explicar tamaña insensatez? Simplemente por el afán
pastoralista y exitista propio del seminario de San Rafael. El cura y el
seminarista exitosos en lo pastoral se convertían, en el imaginario del grupo,
en el objetivo a alcanzar y en la coronación de toda vida sacerdotal. Muchos
recuerda al bueno del Pete, con su tamaña figura y su vozarrón de trueno, capaz
de movilizar, a sus veinte años, a cientos de jóvenes. ¡Quién no quería ser
como el Pete! Si hasta los mismos párrocos se peleaban para que los superiores
lo destinaran a sus parroquias. Y el pobre muchachito, como tantos otros, vivía
la semana en la ansiosa espera de su actividad pastoral y de sus arrasantes
campañas de salvación de almas.
El
derramarse continuo, el formarse para la acción, la urgencia pastoralista y la
ficticia responsabilidad creada sobre almas que jamás les pertenecieron hicieron
daño. Pensaban que la vocinglería procesionista era suficiente para justificar
una vida sacerdotal. Creyeron que el “¡Te fregaste, Catrico!” bastaba y,
tristemente, el Catrico terminó fregando a varios.
Me atrevo
a decir que la mayoría de los curas salidos de San Rafael centraron su vida en
el torbellino de la actividad desaforada. Se destruyeron. Una anécdota
ilustrativa: hace algunos años me encuentro casualmente con un cura de San
Rafael a quien había conocido bastante en su años de seminarista (uno de los
apadrinados de mi dadivosa abuelita), y este fue el diálogo: Yo digo: “¿Cómo
estás? Tanto tiempo...”. Él responde: “Muy bien. Estoy organizando un
campamento para los chicos y van a ir como cincuenta. El año pasado fueron
veinte. Así que me va muy bien”. Es real. No es ficción. Pobre curita, me dio
lástima.
La
manija: En el seminario de San Rafael, la “manija” y el “manijero” eran
expresiones diarias. Lo grave es que, para muchos, la vocación sacerdotal fue
una vocación a manija, y así fueron las consecuencias. La manija se revela
ciertamente efectiva para mantener a los jóvenes en el seminario en medio de
las crisis propias de su edad: el apostolado, la salvación de las almas, la
teología tomista, la lucha contra el progresismo y contra el marxismo, y el
Christus vincit frente al Cornudo, son modos de canalizar, o sublimar, el
hervidero hormonal y las ansias propias de ese momento de la vida. El problema
es basar una vocación, que comprende la vida entera, en la manija. Ésta se
revela inútil cuando los años de seminario pasaron, cuando se llevan diez años
de sacerdocio y cuando ¡cataplún! una aparición femenina, un perfume o una
cabellera despierta lo que se creía definitivamente dormido, y el pobre cura
está a un tris de echar todo por la borda. Basta releer Manon Lescaut para aprender en la experiencia ajena del caballero
Des Greiux. Prévost sabía de lo que escribía, y su fina psicología le vendría
bien a más de un formador.
La manija
tampoco es efectiva para afrontar el Demonio de Mediodía, cuando el tedio y la
rutina, cuando la aparente vacuidad de la propia vida se alzan casi invencibles
día a día, y la imaginación traiciona al curita mostrándole con habría sido su
vida de otro modo: una esposa, los hijos, una profesión, progresos
materiales..., y le susurra al oído: “Aún estás tiempo”. Y si el pobre vuelve
los ojos hacia atrás, divisa la manija de sus años jóvenes girando enloquecida,
pero ya no la percibirá como un modo de superar la crisis, sino que la enorme
tentación será considerar que su elección de vida se debió, simplemente, a una
manija de juventud, a una inconsciencia motivada por altos ideales. Jamás fue
llamado, todo fue una ilusión.
¿Por qué
los formadores del seminario nunca desalentaron el estilo manijero? ¿Por qué,
por el contrario, solían preocuparse en hacerla girar, y le daban un par de vueltas
cuando comenzaba a detenerse? Quizás porque ellos no fueron más que unos
improvisados. Y terminamos entonces con lo último:
Improvisación:
El seminario de San Rafael surgió como una gran improvisación. Ya escribí sobre
sus orígenes y sobre la mano de obra desocupada que dejó las tropelías de
Karlic en Paraná, pero su fundación fue fruto de un acto voluntarista. Y, como
sabemos, la buena voluntad no es suficiente. Afirmar lo contrario, además de
kantiano, sería negar la evidencia y la experiencia. Nadie duda de la buena
voluntad de Kruk, Ezcurra, Sáenz y demás, pero ¿era eso suficiente para fundar
un seminario? Evidentemente no. Faltó preparación, faltó equilibrio, faltó
experiencia, faltó sabiduría, falto dinero, faltaron habitaciones, faltó comida,
y tantas, tantas faltas apenas si forman un vacío.